Memoria sumergida

“El borde del abismo estaba representado por una ancha faja  de espuma resplandeciente…”

                                                                                                   “Descenso al Maelstrón”   

                                                                                                                                    Edgar Allan Poe.

Ellos llegaron con un remolcador de altura repleto de gente. Buzos, camarógrafos, arqueólogos submarinos, periodistas, embajadores y un viejito rubio, ex tripulante, que pondría las lágrimas, lo único sincero en la calculada puesta en escena del despojo. Había también un Capitán de Navío de impoluta blancura y ruido, mucho ruido. Por encima del tumulto la grúa enorme, guillotina de hierro y sueños, empequeñecía, aún más, a los hombres. Para nosotros, flotando muy cerca en el humilde “Fiordo”, era de hora de regresar. En tanto nos alejábamos abatidos los cazadores se abalanzaron, irreverentes, sobre el mamut indefenso.

Habíamos ido muchas veces. Cinco minutos después de dejar el “Calpean Star” divisábamos las boyas y entonces una inquietud creciente nos ganaba. Delante de nosotros el mar se quebraba como un arrecife emergiendo peligrosamente próximo, extendiéndose entre remolinos y espuma. Es una mancha oscura  que en días de agua clara sobrecoge a navegantes inadvertidos. Los pescadores no se acercan  al límite que marcan las boyas cabeceando ominosas sobre los restos. Apagábamos el motor para acercarnos lentamente con los remos. En el repentino silencio escuchábamos el ruido del mar cayendo en una enorme garganta. Un olor fuerte a combustible pesado nos envolvía.

Depositaron el despojo en el puerto capitalino. Delante del trofeo se sacaron fotos los embajadores, el prefecto, las autoridades y los amigos. Hubo discursos que parecieron trascendentes y fotogénicos abrazos entre antiguos enemigos y en la primera página de los diarios, previsiblemente, el ex tripulante lloraba por ex combatiente o por viejo. Durante unos días los montevideanos memoriosos contaron a sus nietos historias no siempre fidedignas y la prensa confundió fechas, nombres y acontecimientos. Después todo volvió a la calma.

Esa mañana que partimos rumbo al barco, el club estaba desierto. En el piso del “Fiordo” el equipo de buceo parecía sacado de un museo. El cinturón de lastre era una cuerda con cuatro pesas de plomo. Mi compañero de travesía parecía no advertir la trascendencia de la cosa. Prendió el motor y aceleró rumbo al Oeste. Su despreocupado aspecto me irritaba, claro – me dije – el que va a bajar soy yo. Sentado en proa, apretado y traspirado en mi traje de neopreno, reparé en sus grandes manos y las imaginé apoyadas en la delicada barbilla de una ninfa sometida a tratamiento de conducto. Ahora estaban ocupadas asegurando un rozón al extremo de una cuerda con nudos – cada uno es un metro comentó – y hay diez. Y rascándose cada tanto la barba pelirroja siguió aproando al Oeste.

Los movimientos peristálticos comenzaron cuando dejamos atrás el “Calpean”. Para disimular mi excitación me calcé las patas de rana. El mar estaba crecido y calmo. En algún lugar debajo de las boyas que limitan el naufragio se un esconde un monstruo de diez mil toneladas de acero. Trato de no pensar en la fragilidad del bote o la distancia que nos separa de la costa, debo evitar esa sensación de abismo tan próxima al pánico. Mi barbado compañero se divierte con el rozón tratando de engancharlo. Por dos veces el gancho se ha zafado y yo respiro aliviado -¡Ahí está! – grita de pronto – Si!  Si! Ahora no se suelta – exclama exultante – Ponete el tanque! Me ayuda con el equipo y me alienta con gritos y grandes manotazos. Me siento de espaldas a la borda del bote. Antes de dejarme caer me doy cuenta que, por primera vez, este inveterado pescador, no trajo ninguna caña.

Lentamente desciendo por el cabo asegurado a la proa. Súbitamente el fondo se oscurece. La superestructura del “Graf-Spee” cubre el limitado alcance de mi visión. Distinguí las puntas rojas del rozón enganchado en la cubierta y entonces levanté la cabeza. A mi derecha y por encima de mí, un cañón de 150 mm. se destacaba claramente en la penumbra sepia. Lo recorrí a horcajadas desde el cierre a la boca. La visibilidad era de unos tres metros. Más allá un paisaje difuso de grandes estructuras. Volví a la superficie en tres oportunidades. A bordo del Fiordo mi compañero sacaba fotos, me interrogaba ansioso por lo que veía y hasta puso una barreta entre el arnés y el tanque ordenándome -¡Traé algo! –

En la última inmersión vi largas líneas de pesca enganchadas en los hierros y una gran red de pesca. Con la ayuda de la barreta recogí dos pequeños recuerdos. Se terminaba el aire. Cuando ascendía me sorprendió un fuerte golpe del tanque contra una chapa blindada. El acorazado nos consentía pero nos recomendaba precaución.

En el muelle ni cámaras ni fanfarrias. Solo el chirriante ruido del malacate arrastrando el “Fiordo” a la planchada con dos diminutos trozos del acorazado cubiertos de mejillones.

Ellos han regresado. Vienen por el telémetro y  aseguran que seguirán con los grandes cañones, la popa y finalmente lo que queda de la torre y la proa. Vuelven a ser tapa de todos los diarios y la principal noticia televisiva. Han cambiado de viejito excombatiente y son muchos los lustrosos nombres alemanes e ingleses que manejan los medios. Entre la ruda presencia de buzos y marineros un empresario puntaesteño habla de lingas de acero y fuertes corrientes, ha cambiado el rosado de sus camisas por un recio sacón. Y habla de historia. Nosotros, los del Oeste, decimos memoria. Mi abuelo, el cerro, la torre emergiendo calcinada en medio del río, mi padre, los larga vistas prestados, el lento trascurrir del verano y el tranvía, la estación Yatay, el humo de los trenes. Todos se han ido, todo ha cambiado. Menos el barco, memoria sumergida que adivinamos desde el muelle de nuestro club cuando nos convoca la nostalgia.

Alguien debería detener a los traficantes de memoria.

A la enorme grúa y su aciaga tarea.

¿Dónde recuperaremos nuestros sueños infantiles? Como imaginar que bajo la niebla que cubre el río ya no estarán los cañones ciegos, el desmesurado reflector y la escotilla abierta por donde bajaremos con mi abuelo al vientre del acorazado.

Todo iluminado por una luz tenue, como la veladora que enciende mi madre en mi dormitorio proyectando sombras inquietantes en sus altas paredes.

 

Elbio Firpo.  Febrero del 2004.

                                                                                                

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *