Las revoluciones por la independencia en Hispanoamérica fueron repentinas, violentas y universales. Cuando en 1808 España se derrumbó ante la embestida de Napoleón, su imperio se extendía desde California hasta el Cabo de Hornos, desde la desembocadura del Orinoco hasta las orillas del Pacífico,, el ámbito de cuatro virreinatos, el hogar de diecisiete millones de personas. Quince años más tarde, España mantenía solamente en su poder Cuba y Puerto Rico, y ya proliferaban las nuevas naciones. Con todo, la independencia, aunque precipitada por un choque externo, fue la culminación de un largo proceso de enajenación en el cual Hispanoamérica se dio cuenta de su propia identidad, tomó conciencia de su cultura, se hizo celosa de sus recursos. Esta creciente conciencia de sí movió a Alexander von Humboldt a observar: “Los criollos prefieren que se les llame americanos; y desde la Paz de Versalles, y especialmente desde 1789, se les oye decir muchas veces con orgullo ´yo no soy español; soy americano´”, palabras que descubren los síntomas de un antiguo resentimiento.
Hispanoamérica estaba sujeta a finales del siglo XVIII a un nuevo imperialismo; su administración había sido reformada, su defensa reorganizada, su comercio reavivado. La nueva política era esencialmente una aplicación del control, que intentaba incrementar la situación colonial de América y hacer más pesada su dependencia. Sin embargo la reforma imperial plantó las semillas de su propia destrucción: su reformismo despertó apetitos que no podía satisfacer, mientras que su imperialismo lanzaba un ataque directo contra los intereses locales y perturbaba el frágil equilibrio del poder dentro la sociedad colonial. Pero si España intentaba ahora crear un segundo imperio, ¿qué había pasado con el primero?
A finales del siglo XVII, Hispanoamérica se había emancipado de su dependencia inicial de España. El primitivo imperialismo del siglo XVI no podía durar. La riqueza mineral era un activo consumible e invariablemente engendraba otras actividades. Las sociedades americanas adquirieron gradualmente identidad, desarrollaron más fuentes de riqueza, reinvirtiendo en la producción, mejorando su economía de subsistencia de alimentos, vinos, textiles y otros artículos de consumo. Cuando la injusticia, las escaseces y los elevados precios del sistema de monopolio español se hicieron más flagrantes, las colonias ampliaron las relaciones económicas entre sí, y el comercio intercolonial se desarrolló más vigorosamente, independientemente de la red transatlántica. El crecimiento económico fue acompañado de cambios sociales, formándose una elite criolla de terratenientes y otros, cuyos interese no siempre coincidían con los de la metrópoli, sobre todo por sus urgentes exigencias de propiedades y mano de obra. El criollo era el español nacido en América. Y aunque la aristocracia colonial nunca adquirió poder político formal era una fuerza que los burócratas no podían pasar por alto, y el gobierno colonial español se convirtió realmente en un compromiso entre la soberanía imperial y los intereses de los colonos.
Las colonias comenzaron a quedarse con una mayor parte de sus propios productos, y emplearon su capital en administración, defensa y economía. Al vivir más para sí, América daba menos a España. La autosuficiencia de las colonias americanas fue percibida por los contemporáneos, especialmente por las autoridades españolas. Detener la primera emancipación de Hispanoamérica: este era el objetivo del nuevo imperialismo del rey español Carlos III. La política conllevaba algunos riesgos: conturbar el equilibrio de fuerzas en las colonias podía minar la estructura del imperio. Pero hasta el punto que se podía calibrar, los riesgos eran considerados aceptables. Porque la reforma colonial era una parte de un plan más amplio para crear una España más grande. No todos esos planes reformistas se realizaron, pero en el curso de su reinado (1759-1788) Carlos III dirigió España en un renacer político, económico y cultural, y dejó a la nación más poderosa delo que la había encontrado. El gobierno fue centralizado; la administración, reformada; la agricultura aumentó su rendimiento y la industria, su producción; se promovió y protegió el comercio ultramarino.
¿Qué significó esta reforma para Hispanoamérica? Las élites criollas se encontraban ya bien establecidas en toda América, con intereses creados en la tierra, la minería y el comercio, lazos duraderos de parentesco y alianza con la burocracia colonial, y un fuerte sentido de identidad regional. La debilidad del gobierno real y su necesidad de obtener rentas habían permitido a estos grupos oponer una eficaz resistencia a la lejana metrópoli. Se compraban cargos, se hacían tratos fiscales y no se prestaba atención a las restricciones comerciales. La burocracia tradicional reflejaba este estado de cosas, doblegándose ante las presiones y evitando los conflictos y, de hecho, en vez de ser agente de la centralización imperial, hacía las veces de mediadora entre la Corona española y sus súbditos americanos, Los Borbones tenían un concepto diferente del imperio. Su gobierno era absolutista; sus impuestos, no negociables; su sistema económico, estrictamente imperial.
Extractado de: John Lynch Las revoluciones hispanoamericanas
(1808-1826), 1989.