¡Qué ternura me transmite ChicoChico cuando, cada noche, a la hora de dormir, me pide un cuento.
–¡Papi, un cuento!
En realidad, no es un cuento lo que pide, sino un libro que le gusta mucho, un libro para que niños muy pequeñitos aprendan a reconocer los objetos, representados con ilustraciones a todo color.
Al contrario que su hermanito (señor Mario), ChicoChico no sabe lo que es un cuento. Por falta de madurez intelectual es incapaz de seguir una historia. No sabría –no sabe– disfrutar los tesoros escondidos de la presentación, el nudo y el desenlace, no puede empatizar o renegar de los personajes, no conoce muchas de las palabras –se atasca, sobre todo, con los verbos–, no experimenta cambios emocionales con los giros ni entiende la peripecia narrada. En resumen: se pierde entre tantas palabras.
Y, sin embargo, sin saber lo que es un cuento, sabe perfectamente lo que es. Estoy convencido de ello por la forma en la que se iluminan sus ojos claros cada noche cuando me pide en su lenguaje esquemático, sin siquiera emplear el imperativo “cuéntame”:
–¡Papi, un cuento!
Para ChicoChico, el niño que no sabe lo que es un cuento, un cuento es sinónimo de fascinación, de aventura, de paz, de sueños promisorios, de pertenencia, de nutrición. Un cuento es para él el momento en que se esfuerza, con la ayuda de su padre, en distinguir una papelera, un plátano, una farola o una bicicleta. Ese momento en que se despide del día con la serenidad de que tras la noche le espera otra jornada feliz.
Un cuento es para ChicoChico la manera de acostarse con el mundo, de asociarse con él.
Eso es un cuento.
Eso ha sido un cuento desde los tiempos de Atapuerca.
Eso será un cuento mientras el ser humano siga vivo.
*Francisco Rodríguez Criado es escritor y corrector de estilo
Nota: ChicoChico (o simplemente Chico) es mi hijo, un precioso niño de seis años con síndrome de Down.