Rúbrica: cuento de Juan Filloy

Disfrazados de operarios de telecomunicaciones –rollos de cables y caja de herramientas– llegaron a la puerta del departamento.

–Venimos a verificar cómo anda su teléfono.

–Era tiempo. Entren –dijo la esbelta anciana con la más inocente disposición de ánimo. Su esposo dormitaba en su sillón de paralítico. Dos canarios gorjeaban en su jaula en un rincón del living room.

Cuando, ya adentro, uno de los asaltantes puso el cerrojo en la puerta, la desesperada intuición de la mujer no tuvo tiempo de explotar. Un manotón velludo le tapó la boca y dos brazos robustos le trabaron todo movimiento, arrastrándola hacia el lecho conyugal. El esposo despertó sobresaltado por el bullicio. Quiso gritar a su vez; pero un golpe feroz con una barreta de hierro quebró su voz en el acto. Y un tramo de cinta emplástica cruzó la mueca atroz borrándola para siempre.

Sujetos de pies y manos con cables, la búsqueda de joyas y dinero fue una tarea cómoda y prolija. Los tres jóvenes revolvieron todos los muebles y vaciaron vasos y floreros en donde la astucia suele esconderlos o disimularlos. El botín era escaso.

De improviso, con ademanes de holgorio, el menor señaló bajo un cuadro el orificio de una caja de seguridad embutida en la pared. Corrió a la cama y alzando su navaja sevillana en inminente amenaza, arrancó la mordaza:

–Diga dónde está la llave de la caja o la mato.

La anciana, semiinconsciente, no pudo articular palabra. Un par de cachetadas la despabilaron.

–Diga dónde está la llave de la caja o la mato –vociferó de nuevo, broncamente.

–Es …tá… den …tro… la… jau…la… ¡A…se…si…no!…

–¿Asesino, yo? Ahora tenés razón –y sañudamente cayó el rayo mortífero de la navaja en su pecho.

Despojado todo el caudal, ya tomadas las previsiones de la fuga antes de sacarse los guantes, el menor llevó la jaula a la ventana de un patio interior y soltó los canarios.

–Hiciste bien, pibe.

–¡Vamos, escabullámonos!

En el horror del crimen fue el rasgo que rubrica la ternura de los monstruos.

 

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