A principios del siglo XVII, la ciencia muestra ya algo nuevo. Los cambios que se manifestaron entonces supusieron atravesar una barrera intelectual, y eso alteró para siempre la naturaleza de la civilización. Apareció en Europa una nueva actitud, profundamente utilitaria, que alentaba a los hombres a invertir tiempo, energía y recursos en dominar la naturaleza mediante la experimentación sistemática. Cuando una época posterior miró hacia atrás en busca de sus precursores en esta actitud, encontraron al más sobresaliente en Francis Bacon, durante un tiempo lord canciller de Inglaterra, y al que algunos admiradores posteriores consideran autor de las obras de Shakespeare. Hombre de extraordinaria energía intelectual y, al parecer, muchos rasgos personales antipáticos, sus obras no tuvieron más que un efecto limitado o nulo en su época, pero atrajeron la atención de la posteridad por lo que parecía un rechazo profético de la autoridad del pasado. Bacon propugnaba un estudio de la naturaleza basado en la observación y la inducción, y dirigido a su aprovechamiento para los fines humanos. “El auténtico y legítimo fin de las ciencias es enriquecer la vida humana con nuevos descubrimientos y capacidades”, escribió. A través de ellos se puede llegar a “restituir y revitalizar (en gran parte) al hombre la soberanía y el poder (…) que tenía en su primer estadio de la creación”. Este objetivo era muy ambicioso –nada menos que la redención de la humanidad a partir de las consecuencias de la caída de Adán-, pero Bacon estaba seguro de que era posible si se organizaba la investigación científica de forma eficaz; en esto también fue una figura profética, precursor de sociedades e instituciones científicas posteriores.
La modernidad de Bacon se exageró más tarde; otros hombres –sobre todo sus contemporáneos Kepler y Galileo- tuvieron una influencia mucho mayor en el progreso de la ciencia. Tampoco se adhirieron sus sucesores como él había deseado a un programa de descubrimiento práctico de “nuevas artes, dotes y productos para la mejora de la vida del hombre” (es decir, a una ciencia dominada por la tecnología). Sin embargo, Bacon adquirió, no sin motivo, cierta categoría de figura mitológica porque, en su defensa de la observación y la experimentación, en lugar de la deducción a partir de principios apriorísticos, fue el fondo del asunto. Se dice, con razón, que incluso sufrió el martirio científico, al resfriarse mientras rellenaba un pollo con nieve un día helado de marzo, con el fin de observar los efectos de la congelación de la carne. Cuarenta años después, sus ideas centrales eran comunes en el discurso científico. “El control de esta gran máquina del mundo”, dijo un científico inglés en la década de 1660, “solamente puede explicarlo los filósofos experimentales y mecánicos”. Aquí había ideas que Bacon había entendido y aprobado y que son fundamentales para el mundo que hoy habitamos. A partir del siglo XVII, una característica del científico es que responde a preguntas por medio de experimentos, lo que durante mucho tiempo llevaría a nuevos intentos de comprender lo que estos experimentos revelaban mediante sistemas constructivos.
El método experimental
El uso de la experimentación condujo en primer lugar a concentrarse en los fenómenos físicos que mejor podían observarse y medirse con las técnicas existentes. La innovación tecnológica había surgido del lento desarrollo de las habilidades de los artesanos a lo largo de los siglos; estas habilidades podían aplicarse ahora a la solución de unos problemas que, a su vez, permitían la solución de otros problemas intelectuales. La invención de los logaritmos y del cálculo fue parte de una instrumentación que, entre otros componentes, tenía el de la construcción de relojes e instrumentos ópticos más perfeccionados. El arte relojero dio un gran paso adelante con la introducción, en el siglo XVII, del péndulo como mecanismo controlador, y ello facilitó en gran medida, a su vez, la medición del tiempo con instrumentos de precisión, y por tanto, la astronomía. Con el telescopio llegaron nuevas oportunidades para escrutar los cielos, y Harvey descubrió la circulación de la sangre como resultado de una investigación teórica mediante la experimentación, pero no se pudo comprender cómo se producía la circulación hasta que el microscopio permitió ver los pequeños vasos a través de los cuales fluía la sangre. La observación microscópica y telescópica fueron fundamentales, no sólo para los descubrimientos de la revolución científica, sino porque, además, hicieron visibles a los ojos de lego parte de lo que estaba implícito en una nueva perspectiva del mundo.
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Microscopio del siglo XVIII