Con la revolución de 507 a.C., seguida de la resistencia triunfal al imperialismo (persa) en 490 y entre 480 y 479, se sentaron las bases de la cultura cosmopolita e innovadora de la que se nutrió la receptividad ateniense. Además de la Historiae de Heródoto, la mejor fuente sobre esas guerras es la tragedia Los persas (Esquilo, 472 a.C.)
Clístenes, un líder popular ateniense nacido el 472 a.C., gracias a un mandato popular consiguió introducir las reformas que dieron origen a la democracia ateniense; es posible que para designarla empleara el término isonomia, “igualdad para todos los ciudadanos ante la ley”. Hasta entonces, las familias aristocráticas habían mantenido el poder porque pertenecían a una de las cuatro antiguas tribus o clanes (filai) áticos. Clístenes acabó con esas lealtades de parentesco y las remplazó con identidades de grupo basadas en la región de residencia o demo. Había ciento treinta y nueve demos, lo que a su vez dio lugar al problema de crear una identidad cívica para aglutinar a los ciudadanos del Ática que vivían en diferentes entornos de la ciudad, la costa y los pueblos del interior. Operando un cambio profundo, Clítenes agrupó los demos en tres conjuntos llamados “tercios” (tritías), si bien cada uno de ellos incluía demos costeros, interiores y urbanos. Las diez tribus completamente nuevas se configuraron a partir de una división tripartita, lo que aseguraba que las identidades no se limitaran al lugar o la clase de residencia.
Con la reforma, el Consejo Legislativo de la ciudad, más que el linaje, ahora era un sorteo el que determinaba la elección de los miembros, que en un momento dado llegó a tener quinientos miembros, cincuenta de cada una de las nuevas tribus transregionales. A menudo eran campesinos y estibadores los que representaban, por ejemplo, al patricio Esquilo. La instauración de tales medidas debió desorientar a muchos, pero es innegable que se trató de un golpe maestro que creó un sentimiento de identidad ática compartido por hombres de todas las clases y de toda condición económica, y que les garantizó, por primera vez, igualdad ante la ley.
Sin embargo, en los nueve años que duró la revolución, la amenaza persa pesó sobre los jóvenes atenienses con la misma fuerza que la reorganización de los demos. Los ciudadanos ya participaban en operaciones militares contra los persas desde 498 a.C., cuando Atenas había enviado a Jonia una flota encargada de ayudar en la revuelta que acabó catastróficamente con la ocupación persa de Mileto, un acontecimiento que debió aterrorizarlos. El rey Darío finalmente invadió la Grecia continental y fue detenido en 490 a.C. en la batalla de Maratón. La década siguiente, entre la primera y segunda invasión de los persas, se caracterizó, en Atenas, por una política interna turbulenta, un período en que los ciudadanos se valieron a menudo del derecho al exilio de uno de los suyos, a quien elegían mediante el sistema de votación llamado ostracismo en contra de los aristócratas sospechosos de tener inclinaciones propersas. En 480 a.C., llegó la nueva ofensiva enemiga provocando el derrumbe la defensa griega en Beocia; luego la marcha terrible del rey persa Jerjes sobre Atenas, la evacuación de la ciudad y su posterior saqueo. Los persas incendiaron y robaron todo lo que pudieron, pero el terror se transformó en triunfo con la victoria griega en la batalla naval de Salamina (una isla cerca de Atenas) y el enfrentamiento final de la infantería en Platea, a una jornada de marcha al noroeste de Atenas. El dramaturgo Esquilo vivió después en medio de las ruinas de la ciudad y concibió el argumento de la obra que inmortalizaría la victoria sobre los bárbaros. Los Persas se estrenó en 472 a.C. con el patrocinio del joven Pericles, un ambicioso alcmeónida, sobrino nieto de Clístenes.
En el punto culminante de la obra, el espectro de Darío, el difunto rey persa, sale de la tumba y advierte a sus compatriotas, que aún padecían el trauma de la guerra: “¡Acordaos de Atenas!” Se supone que esta sombrosa escena tiene lugar el mismo día que regresa a su hogar el rey Jerjes, caído en desgracia tras la derrota humillante que la flota ateniense había infligido a los persas en la batalla naval de Salaminma (480 a.C.). Es un rasgo típico de la mentalidad abierta y flexible de Atenas el hecho de que Esquilo no escribiera una alabanza demagógica y patriótica sobre los héroes de guerra atenienses, ya que sólo imaginó creativamente cómo debieron ser las guerras médicas desde la perspectiva del invasor.
El fracaso no puso en peligro la seguridad del vasto imperio asiático persa. Quienes en realidad querían “acordarse” de Atenas y las batallas era el pueblo ateniense y sus aliados. Los persas (actualmente se sigue representando en teatros de la época) brindó a los atenienses una experiencia teatral y un texto que instantáneamente se convirtió en canónico, y que presentaba los elementos fundamentales de su identidad. Estaban orgullosos de haber protegido la incipiente constitución democrática, sobre todo porque Darío tenía intención de restituir a Hipias, el hijo superviviente del tirano ateniense Pisístrato, que incluso había combatido a su lado en la campaña de 490 a.C. El público original debió de aplaudir calurosamente cuando, en la obra, la reina persa, al preguntar el nombre del soberano, se sorprende al oír al corifeo que los atenienses no se consideran “esclavos ni vasallos” de nadie.
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