LA ROMA DE MARCO TULIO CICERÓN – El final de Cicerón

Desde el momento que Cicerón se entera del acuerdo alcanzado por Antonio, Octavio y Lépido, hasta entonces enemigos jurados, es consciente de que está perdido. Sabe muy bien que al filibustero de Antonio, al que Shakespeare ennoblecería sin motivo elevándolo al plano del espíritu, lo ha marcado demasiado dolorosamente con el hierro candente de la palabra, al adjudicarle los bajos instintos de la codicia, la vanidad, la crueldad y la falta de escrúpulos, como para que de ese hombre brutal y violento le quepa esperar la generosidad de César. Lo único lógico, en el caso de que quisiera salvar su vida, sería una rápida huida. Cicerón tendría que haberse trasladado a Grecia, con Bruto, con Casio, con Catón, al último campamento de la libertad republicana. Allí al menos se habría puesto a salvo de los asesinos que ya han sido enviados. Y de hecho, dos, tres veces, el proscrito parece decidido a huir. Lo prepara todo, informa a sus amigos, se embarca, se pone en camino, pero en el último momento se detiene. Quien ha conocido ya la desesperación del exilio, experimenta incluso en el riesgo la voluptuosidad del suelo patrio y la indignidad de una vida en huida constante. Una voluntad misteriosa, más allá de la razón e incluso en contra de ella, le obliga a encarar el destino que le espera. Este hombre cansado, a su existencia ya concluida sólo le pide un par de días de descanso. Poder reflexionar un poco en calma, escribir un par de cartas, leer un par de libros. Y  que después venga aquello para lo que esté predestinado. Durante esos últimos meses, Cicerón se oculta tan pronto en una de sus fincas, tan pronto en otra, partiendo una vez más, en cuanto amenaza el peligro, pero sin escapar nunca por completo.

Y así, Cicerón, que se había puesto ya en camino hacia Sicilia, ordena de pronto a sus gentes que de nuevo pongan rumbo hacia la hostil Italia y tomen puerto en Caieta, la actual Gaeta, donde posee una pequeña finca. Ha sucumbido al cansancio ante la vida y una misteriosa nostalgia por el final, por la tierra. Sólo quiere descansar una vez más. Respirar una vez más el dulce aire de la patria y despedirse. Despedirse del mundo, pero reposar y descansar, aunque sólo sea un día, una hora.

El hombre de sesenta y cuatro años está agotado. Apenas se ha acostado en el dormitorio de su finca, le advierten que en las proximidades hay unos hombres armados, que resultan sospechosos. Tiene que huir, huir de inmediato. Los esclavos de la casa quieren armarse y defenderle durante el corto trayecto hasta el barco, donde estará a salvo. El anciano, extenuado, se niega. “¿Para qué?”, dice. “”Estoy cansado de huir y cansado de vivir. Dejadme morir en esta tierra, a la que yo he salvado”. Por fin el viejo sirviente de la casa lo convence. Dando un rodeo a través de un pequeño bosquecillo, los esclavos armados llevan la litera hasta el barco salvador. Sin embargo, un empleado de su casa que lo ha traicionado por una recompensa, a toda prisa, reúne aun Centurión, un capitán y un par de hombres armados. Todos ellos corren tras la comitiva a través del bosque y aún le daba tiempo a alcanzar la presa. Al instante, los sirvientes se agrupan en torno a la litera y se disponen a luchar, pero Cicerón les ordena que lo dejen. Su vida está acabada, ¿para qué sacrificar otras ajenas, más jóvenes? En el último momento, este hombre siempre vacilante, siempre indeciso y sólo en ocasiones valiente pierde por completo el miedo. Siente que solo puede acreditarse como romano en esta su última prueba si encara la muerte con dignidad. Por orden suya los criados se apartan. Desarmado y sin ofrecer resistencia, brinda a los asesinos su anciana cabeza con estas grandiosas y sabias palabras: “Siempre he sabido que soy mortal”. De un fuerte golpe el centurión derriba al hombre indefenso. Así muere Marco Tulio Cicerón, el último defensor de la libertad de Roma. Mostrándose en su última hora más heroico, más viril y más decidido que en otras miles y miles durante toda su vida.

Un espectáculo deshonroso espera al día siguiente al pueblo romano. En la tribuna de los oradores, la misma desde que Cicerón pronunciara sus inmortales discursos, cuelga descolorida la cabeza cortada del último defensor de la libertad. Un imponente clavo oxidado atraviesa la frente, los miles de pensamientos. Lívidos y con un rictus de amargura, se entumecen los labios que formularon de modo más bello que los de ningún otro las metálicas palabras de la lengua latina. Cerrados, los azulados párpados cubren los ojos que durante sesenta años velaron por la república. Impotentes, se abren las manos que escribieron las más espléndidas cartas de la época.

Pero con todo, ninguna acusación formulada por el grandioso orador desde esa tribuna contra la brutalidad, contra el delirio de poder, contra la ilegalidad, habla de modo tan elocuente en contra de la eterna injusticia de la violencia como esa cabeza muda de un hombre asesinado. Receloso, el pueblo se aglomera en torno a la profanada rostra. Abatido, avergonzado, vuelve a apartarse. Nadie se atreve -¡es una dictadura!- a expresar una sola réplica, pero un espasmo les oprime el corazón. Y consternados, bajan los ojos ante esa trágica alegoría de su república crucificada.

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