Un día cualquiera en medio de la semana; una hora después del mediodía.
(Murmullo de gentío.)
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– Permiso…
– De su suyo – le respondo a una señora que se sienta a mi lado.
Quien sabe para cuanto tengo… ¡Está lenta la cosa! (ping, pong), miro al costado y me entretengo viendo a la gente, hasta donde puedo percibir veo caras serias, alargadas todos mudos, al menos no se ve que muevan los labios, pero evidentemente hay muchos que hablan, el fuerte murmullo que se escucha evidencia lo contrario. A veces se escucha muy alto y cercano. Caras viejas, caras jóvenes y ¡hasta niños! Parece increíble (ping, pong), que a alguien se le ocurriera traer niños. No me molesta, no tengo por que preocuparme; se que debo ser paciente y dejar que el tiempo discurra rápido, o lento, tampoco me importa, eso es solo una apreciación una característica propia de cada ser, como una huella digital. Quienes me rodean pensarán, unos, que rápido que pasa el tiempo, pero simultáneamente los otros, los que están de este lado, tendrán la sensación de que se ha detenido y que las agujas del reloj están paradas. Busco un reloj en alguna pared, en alguna columna. Hay columnas enormes, me entretengo mirándolas como suben y las sigo hasta el techo mismo. Me olvido momentáneamente del reloj (ping, pong) y recuerdo los nombres de los estilos: jónico, dórico y corintio. ¿A cuál de ellos corresponderán estas? Me surge la palabra columnata. Que lío, ¿serán columnas o columnatas? (ping, pong) (…en media hora van cinco). Hago memoria pero no recuerdo lo que era una columnata. ¡No tengo a “Google” a mano para consultar! Pero esto no se me va a transformar en un problema existencial. ¡Supongo! Estoy desde el lunes con esto, por suerte ya estoy aquí y ahora lo que tengo que hacer es esperar. El lunes – miro hacia el mostrador –, venía preparado con todo anotado como para no demorar, cuando llegué me dije ¡Zás! ¡Rapidísimo, y me voy! No señor, esto tiene que hacerlo usted mismo por Internet, yo no puedo hacerlo. ¿Qué debo hacer entonces? – le pregunté. Me dio algunas indicaciones, pero como no podía quedarme decidí regresar otro día. Y aquí estoy, sigo mirando las columnas y viendo sus decorados – me pareció ver un reloj detrás de una de ellas –, pero mi mente ahora está con las columnas. Dejo que el tiempo pase; pienso en consultar la hora de mi reloj, pero me contengo. El tiempo debe fluir (ping, pong…, ping, pong). Giro mi cabeza para mirar hacia atrás, la misma gente, las mismas caras. ¡El murmullo ya no se siente! Creo que se incorporó a la mente y el oído ya no lo escucha. Soy consciente de ello. Miro a las caras de la personas y no veo que sus labios se muevan; los que están más cerca no hablan, están en sus propios pensamientos al igual que yo. Aprovecho y me estiro un poco para intentar ver lo que me pareció un reloj, (ping, pong), en una lejana pared, oculto por una de las tantas columnas. ¡Lo veo! Desilusión, no tiene agujas. Es de cartel, mecánico, de aquellos de color negro mate con números en color blanco que van cayendo según transcurren las horas y los minutos. ¡Está parado! La hora que marca, nada tiene que ver con lo que esperaba leer. Es viejo. Es un adorno. Raro. ¿Alguien se habrá olvidado de él? ¡Todos se olvidaron de él! Me surge la palabra inglesa “vintage”, que lo define mejor.
– Con permiso… – dice otra señora un poco más allá, interrumpiendo mis cavilaciones.
– Por favor (ping, pong) – le responde la que está mi lado.
Miro una vez más hacia atrás mío y observo como al unísono, cual marionetas movidas por el mismo hilo, todas las cabezas de la gente se elevan y a continuación, vuelven a la misma posición anterior. No gesticulan, no hablan; el murmullo está presente. Lo oigo de nuevo.
– ¡Qué cantidad de gente! – dice la señora que acababa de llegar, mientras se pasa un pañuelo por la cara.
– Lo que sucede es que ayer hubo apagón y la gente que vino ayer y no fueron atendidos, se juntó con la de hoy – le contestó la persona que estaba a mi lado.
– ¡Ah! ¿Apagón? (ping, pong) ¡Con razón!
– Si, aunque no lo crea…, ayer prácticamente nos echaron. Salió un funcionario y dijo algo así como que “…debido al apagón y a la hora que era, ya no quedaría tiempo para realizar ningún trámite” y que “los que querían podían quedarse – los más aguantadores, podrá imaginarse –, pero que a las 18:00 horas debían, si, o si, abandonar el local”. ¿Podrá creer? Yo me quedé un rato más, pero la mayoría se fue enseguida.
Mientras las señoras hablaban me abstraje nuevamente en el mármol de carrara que oficiaba de zócalo en el enorme local y se perdía en todas las esquinas y recovecos que veía (ping, pong). Era necesario poner mármol de carrara en los zócalos ¿y tan grueso? ¡Con lo caro que es! Y recordé cuando tuve que reformar el baño de mi casa. El dependiente de la tienda donde compré el revestimiento me armó piso, paredes y guardas en un santiamén. Entonces ahí mismo le dije ¡Así, no lo toque más! Y me lo llevé. Luego vendría la elección del mármol para la mesada donde iría la bacha, que terminó siendo de carrara. Para mejor se me ocurrió ponerle un frente de mármol de color verde…, “Guatemala” – me dijo el vendedor –, que vi en uno de esos baños que tienen armados como exhibidores. ¡Me salió un ojo de la cara recuerdo! Nuevamente me siento tentado a mirar la hora. Por momentos tengo la sensación de que el tiempo no transcurre…; prefiero prestar atención a la conversación de las señoras a mi lado, están hablando de hierbas aromáticas y eso me interesa…
– … y también tengo tomillo, orégano y ¡orégano limón! – terminó diciendo.
– Ah, entonces es eso lo que la tiene mal. Andar agachándose en la quinta… – dijo.
– No nada de eso. Ahora tengo frutillas (ping, pong) que se las doy a mi nieto cuando me visita. Hago que él mismo se las prepare con azúcar. ¡Él encantado! Cuando llega a mi casa, una o dos veces a la semana, enseguida me pregunta ¿Y mis frutillitas? ¡Es divino! Me tiene loca… Le cuento, yo ya me jubilé hace unos años, pero como necesitaba plata me fui a trabajar a Pocitos y limpiaba pisos hincada… ¡En cuatro patas vio! ¡Lo dejaba que era un jaspe! Y tuve que dejar de trabajar por la columna…
– Ah si, ¿cómo son los ricos, no? No tienen consideración… (ping, pong)
– No, estos no eran ricos, ella era doctora, ginecóloga, conocida y el padre era grado cinco no se en que facultad, pero la madre, la madre si que era mala…
– A los ricos, ¡no les importa nada! – acotó la otra señora.
– ¡La madre me destrataba! Pensar que la doctora llegaba y desde que pasaba el umbral de la puerta empezaba a sacarse la ropa y la iba dejando tirada… ¡hasta la ropa interior! Se la juntaba yo y la ponía en una bolsa que luego le lavaba y sin guantes, con “gulait” el mismo jabón que se usaba para la ropa del bebé…, pero ella todo bien.
– Parece que no fueran gente, como son los ricos… ¿eh? – repetía la otra señora.
– Pero un día llegó la doctora y le dije que me iba (ping, pong), que no quería trabajar más. Entonces la doctora quería saber porque la dejaba…
– ¿Y usted no le dijo que (ping, pong) su madre la maltrataba? – le preguntó.
– No. ¿Para qué? Simplemente le dije que no quería trabajar más.
– Podría haberle hecho una demanda… – sugirió.
Mientras la conversación de las dos mujeres continuaba me abstraje otra vez en mis pensamientos. Seguí observando las vetas de la madera de caoba que cubría las paredes en la parte inferior y los ornamentos por encima de los dinteles de las altísimas puertas; una vez más me surgía la pregunta ¿era necesario tanta riqueza en materiales? (ping, pong) Y por supuesto que también me contestaba, para mis adentros, por supuesto. Todo eso era de otra época. Era normal que los materiales fueran de buena calidad en las construcciones de antaño. Inclusive en las viviendas más humildes, en las que tal vez no se usaran con tanta abundancia como en los edificios públicos de este estilo. Mi vista fue más allá hasta una gran mancha de humedad donde la pared ya había perdido parte de su revoque y recordé una mancha similar en el palier del edificio adonde vivo y que me trae mal cada vez que la veo. ¡Y lo hago con asiduidad!
– ¡Hay alerta amarilla! – dijo la señora que estaba más alejada.
– Pero, no dieron lluvia…
– Es por vientos fuertes – acotó.
– ¡Ja! Ahora se cubren…, después de lo que pasó en Rosario…
– En Dolores – corrigió la otra y agregó –, (ping, pong) más que nada yo creo que fue por lo ocurrido en el 2005.
– ¡Que espantoso! ¿Se acuerda? (ping, pong)
– Bueno…, parece que se están apurando… – (ping, pong) –, vio…
– ¡Me parece que son los aburridos que se están yendo, no que se estén apurando!
Hay Señor, Señor, recordando las palabras de Doña Herminia de la serie española “Cuéntame cómo pasó”, de la que estoy esperando a que comience una nueva temporada. Porque ya la estoy extrañando, que buenos actores, Imanol Arias, Ana Duato, Ricardo Gómez, “Carlitos”, porque en casa no decimos “vamos a ver Cuéntame”, decimos “vamos a ver a Carlitos”. Ya lo tenemos incorporado, ya son de nuestra familia los “Alcántara”. Y doña Herminia (ping, pong), la abuela – personaje interpretado por María Galiana, ¡tremenda actriz! –, siempre con su muletilla “hay Señor, Señor” cuando tiene que muñirse de paciencia. ¡Cuanto tiempo hacía que no perdía tanto tiempo! (ping, pong) ¡Ya falta menos! Estaba en esas elucubraciones televisivas y radiales cuando a mi lado, prácticamente en la oreja, siento:
– ¿Todavía acá? Salí a hacer mandados y como no regresabas me dije voy a pasar a ver si lo veo y ¡aquí estás! ¿Pasó algo? – me interrogaba mi esposa, que acababa de llegar.
– Si. Nada. Como verás, tomando un descanso obligado y bueh… ¡ya me tocará! – y señalándola continué, esta vez dirigiéndome a las señoras a mi lado –, ¡es mi esposa!
– Bueno veo que estás bien, sigo con mis mandados. ¡Nos vemos en casa!
Tuve ganas de gritarle: ¡Guárdame algo para la cena! Pero mejor no. Quienes me rodeaban seguían en la misma tesitura todos mirando hacia el mismo lado, todos quietos, algunos sentados, otros parados, todos serios, todos callados. ¡Iba a quedar con cara de loco! El murmullo que de a ratos se sentía (ping, pong), que de a ratos se olvidaba; por momentos daba la sensación de un triste y concurrido velorio. Algunas personas deambulaban con papeles en la mano y aparecían desde todos los lados. Recordé entonces las palabras de un jefe que tuve, el cual tenía algunos dichos muy sabios y también pícaros. El decía “cuando camine por los corredores ‘siempre’ lleve una carpeta, aunque sea un simple papel en la mano, eso le significará a quien lo vea, que usted está trabajando”. ¡Grande el Negro Terra! A veces extraño cuando mi vida rondaba alrededor de otras cosas, de otras cosas que consideraba únicas y las más importantes por encima de cualquier otra. No es más que el saber tomar las decisiones a tiempo. No se si es sabiduría, al menos en mi caso no lo creo; cuando cambié de actividad fue por una mera sugerencia de un amigo que me hizo una simple cuenta numérica de la que no titubeé (ping, pong) – miro a los costados, nada –, ni un segundo de que el resultado que me presentaba era real. Se extraña (ping, pong), como a todo lo que ya fue – ¡aunque no todo fuera bueno!
– ¡Cómo lo cuidan! – dijo en voz alta la señora a mi lado.
– Bueno, en realidad lo preocupante creo que es la demora que estamos sufriendo y evidentemente, que un trámite que se supone no debe llevar más que unos pocos minutos, se haga en horas.
– Si, sabe que tiene razón. Yo también estoy preocupada…, se hace la hora de que salgan mis nietos de la escuela y mi hijo es el único que (ping, pong) puede retirarlos. Yo los llevo, pero retirarlos, ¡solo él! Pero mi hijo tiene que estar acá cuando me atiendan, pues es testigo del trámite que tengo que hacer.
– Y si le manda un mensaje por el celular, para que los retire antes y se venga con ellos – le sugerí y continué –, así nadie se pone nervioso.
– ¿Y la madre? – preguntó la señora sentada al otro lado.
– ¡Mmmmmh! Más vale perderla que encontrarla. – contestó. (ping, pong)
Miro hacia arriba y atrás…
– ¡Mi número! – dije –, el “31”.
Me puse de pie y cuando me alejaba, atiné a decirles:
– ¡Hasta luego señoras! ¡Suerte!
Me acerco al escritorio, extiendo mi brazo con el documento en la mano y antes de que lograra tomar asiento frente a ella, la funcionaria, aparte de su “interrogante” mirada, me dice:
– ¿Siiii?
– Buenas tardes… – y expliqué sin más, el motivo de mi visita.
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– Bien señor, ahora deje pasar un tiempo prudencial, una hora está bien y ya podrá utilizar el servicio de Internet – me respondió la funcionaria, devolviéndome mi documento de identidad
– ¡Gracias! Buenas tardes. – y abandoné el recinto del Banco de la República Oriental del Uruguay.
Habré demorado en la gestión, desde que llegué al escritorio de la funcionaria y me levanté, tan solo dos minutos.
Cuando salía, me percaté que la gente hablaba animosamente y pese al murmullo reinante, ya casi fuera del edificio, logré escuchar el “ping pong” llamando al próximo cliente…
¡Eran, pasadas las cuatro de la tarde!
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Sentado frente a mi computador y terminando de introducir una lista interminable de números, códigos y contraseñas y dando por finalizada mi tarea, aprieto la tecla “Enter”. Inmediatamente aparece en mi pantalla y con texto de color rojo, la siguiente advertencia: “Sr. cliente: el perfil de su cuenta no le permite realizar esta transacción. Debe cambiar de producto. Diríjase a la sucursal más cercana para que un Ejecutivo de Cuentas le brinde el asesoramiento necesario.”
– ¡Nooooooooooooooooo…!
Gabriel A. García Cataldo
Montevideo, 5 de octubre de 2016.