En recuerdo al
querido y gran amigo,
Ricardo González Corvo
Era el año de 1964 y la ciudad de San Pedro del Durazno estaba adormilada y silenciosa producto del calor veraniego de enero. Se podía decir que se escuchaba el batir de las alas de los alguaciles, que pronosticaban lluvia próximamente. La verdad es que se hacia necesaria un poco de agua, ya que la sequía venía haciendo estragos en los campos desde comienzos de diciembre pasado.
La mañana se había presentado fresca y la ciudad se había comportado como siempre, movida por la gente en sus diarios quehaceres. Autos y camionetas transitaban por sus arterias y el cielo era surcado por los T‒6 de la cercana Base Aérea de Santa Bernardina. Los parroquianos estaban acostumbrados a estos aparatos, por lo que rara vez elevaban la vista para mirarlos, salvo algún «motorazo» que los distraía de sus tareas por unos instantes, para volver inmediatamente a lo que estaban dedicados. Era un ruido más de la pequeña ciudad.
Si había algo que distrajera a los pobladores, era la llegada de la ONDA, cuya agencia estaba pegada a uno de los puntos de reunión obligados de la ciudad, el «Sorocabana»; así que con la excusa de tomarse un café, uno podía presenciar quien bajaba y con quien lo hacía, así como la cantidad de bultos que lo acompañaban. Esto era determinativo y se hacían conjeturas sobre lo largo o corto del viaje, si solo se había viajado a la Capital del país, o se había hecho un viaje más largo. Los vestidos y sombreros decían si la persona había visitado el London‒París. El catálogo con que esta ilustre tienda montevideana vendía sus artículos, estaba prácticamente en todos los hogares y se hacía fácil identificar sus prendas.
El otro, era la estación del ferrocarril, a la llegada del tren que se autoanunciaba a la distancia con su silbato muy reconocido, o el arribo del «motocar» proveniente de la cercana Trinidad, siempre a la misma hora. Había que caminar bastante para llegar a la estación y solo era un acontecimiento para unos pocos curiosos que deseaban ver quienes descendían del tren, o emprenderían viaje en él.
Los otros lugares que cumplían con el mismo objetivo de distracción o reunión eran las únicas dos salas de cine con que contaba la ciudad, el «Artigas» y el «Cine Teatro Español». Había una cosa más que hacía que la gente se aglomerara y esta era la radio, con la diferencia de que las reuniones eran en casa de cada familia, marcadas por distintos momentos del día, ya sea para escuchar las “noticias», a «Los Paredes», al «Comisario de Cerro Mocho» o el «Radioteatro Palmolive del Aire».
Justamente, en el edificio de la Radio Durazno, una empleada manguereaba con poderoso chorro de agua, las altas vidrieras del frente, tal vez limpiándolas, tal vez «refrescándolas» para mantener la temperatura interior y que los operarios trabajaran más cómodos. Se acercaba el mediodía y dentro, todo se preparaba para comenzar con el «noticioso».
Todos los habitantes del departamento no solo esperaban esta hora, que se había transformado en una necesidad. Era el medio de comunicación con la campaña. Los «speakers» ‒ como les llamaban entonces a los locutores de radio ‒ comenzaban con los telegramas radiados, que eran mensajes que se emitían desde la capital hacia los pobladores con aquellos que estaban más alejados de la ciudad, adónde esta actuaba como centro de influencia comercial y de negocios.
Nadie sabía si, en determinado momento, habría un mensaje y para quien; sin excepción, todos se pegaban a la escucha de la radio por si acaso. Los telegramas eran de la más variada índole, pasando por temas de negocios, familiares y hasta de «producción»: «…para la familia Castro de San Borjas, la chancha colorada tuvo nueve chanchitos. Todos bien, Rosa«.
Chuá, chuá, chuá, ja ja ja,
no cantes más torcacita,
que llora sangre el ceibal.
…la voz de don Aníbal Sampayo, sonaba en las radios de todo el Departamento.
El «Mudo» González, esperaba la finalización de la pista del disco para despedirse de los seguidores de su audición matinal «Atalaya Deportiva», para dar paso al noticioso del mediodía cuando se percata, por la sombra proyectada sobre las cortinas, que por los vidrios de las ventanas… ¡corría agua!
Ni corto ni perezoso, hizo una seña para que cortaran la música… ‒ Doy la primicia antes que el informativo ‒ pensó para sus adentros ‒ ¡Y quedo como un dios con el paisanaje!
Tomó el micrófono y…
Todos los allí presentes previeron lo que sucedería y don Raúl Evangelisti, siempre atento a lo que sucedía en su emisora, haciendo más señas que «atorado con gofio», intentaba decirle la verdadera causa del porque chorreaba agua sobre las ventanas.
‒ ¡Cortamos nuestra audición para dar una buena noticia que esperamos desde hace tiempo! En la Capital del Departamento, está lloviendo ¡¡¡TO-RREN-CIAL-MEN-TE!!!
Él había sido más rápido. Ya lo había hecho, o peor aún ¡ya lo había dicho!
El noticiario de la radio de Montevideo, que se «enganchaba» luego de las noticias locales, previó mal tiempo y lluvia para la tardecita-noche de ese día.
Ahora, en las calles vacías de la ciudad se podía sentir el calor acumulado en el hormigón de las calles y en las paredes de las casas. La tarde que comenzaba era un verdadero horno. La frescura de la sombra de los enormes plátanos inmóviles y mudos que adornaban las veredas, eran un alivio para la poca gente que andaba en la calle; el silencio se había apoderado de la ciudad, como adivinando el comienzo de la siesta.
Las campanadas de un antiguo reloj de pared, resonaron apenas perceptibles, indicando las tres de la tarde.
El «Cacique», el perro de los Acuña, siempre atento a salirle al encuentro con gruñidos y ladridos a quien osara pasar por el frente de la casa, estaba echado al fresco del pie de una higuera, entreabrió los ojos e ignoró por completo el pasaje del camión regadera de la Intendencia que, con su andar cansino, empapaba las térreas calles para evitar el odiado polvo, que de lo contario iría a depositarse sobre muebles y enseres de cuanta casa hubiese en las inmediaciones.
Más allá, sobre la calle Bolívar, el intenso ruido de los motores de los gigantescos camiones en procesión de ida y vuelta, pasaban raudos con el relleno para la construcción de los terraplenes del ya casi terminado puente «insumergible». El puente “nuevo” uniría ambas márgenes del Yí, a unos pocos kilómetros más arriba, del puente “viejo” del paso del Durazno, de construcción de madera, que databa de 1903 y ya no soportaba el intenso tránsito actual.
A esa hora, San Pedro, parecía un pueblo fantasma; uno de los pocos seres humanos que andaban erráticos por sus calles era el «Tucho», personaje, característico y simpático de San Pedro, si es que los hay. Sentado en unos de los pocos bancos a los que daba la sombra de algún árbol de la plaza, transmitía un partido de fútbol imaginario, haciendo resonar su voz en una lata vacía que atada a una cuerda, usaba a modo de improvisado micrófono: «…aparece Ramos sobre la izquierda y enfrenta a Gonçálvez que con un dribling lo esquiva. Arremete Juan Joya Cordero y se queda con el balón, media vuelta, corre y se la pasa a Pedro Virgilio Rocha, sigue Rocha, ahora le hace una moña a Oyarbide, Cococho Álvarez la toca y la pierde, el balón se desvía y ¡tira… Pedro Virgilio Rocha… pegó en el paloooooo…!
A pocos metros de allí, Laragnou que dormitaba dentro de su taxi, en espera de un casual viajero, se despertó sobresaltado por el grito. Advirtiendo lo que había pasado y antes de que nadie le dijera nada, el Tucho incorporó su flaca figura, cabizbajo, tarro en mano y arrastrando la piola, rumbeó para el centro de la ciudad.
‒ ¡Heeeeeeeeeeeee, …laderohelados, …vasito, sángüich, helados!
El transitar errático del Heladero por la ciudad era lo que más temían los habitantes de San Pedro. Desde lejos se escuchaba el voceo de sus deliciosos y refrescantes manjares gritados a viva voz en aquel silencio, que solo era interrumpido de vez en cuando, por el canto de alguna chicharra, o el arrullo de una torcaza. Este hecho anticipaba al alboroto de los chicos, como lo hace el relámpago al trueno. Con intenciones de interceptar al vendedor de la rica golosina, los menores de la casa comenzaban a moverse, a hacer sonar sus monedas, abrir y cerrar de puertas y salir en tropel a la calle, antes de que el vendedor se alejara de la cuadra. Los mayores sabían que esto marcaba el fin de la siesta.
La playa «El Sauzal» parecía un hervidero; el pueblo entero parecía estar allí. El río había disminuido su caudal debido a la seca, por lo que los barrancos de la orilla de enfrente parecían estar más cercanos y accesibles. Los más osados y atrevidos se animaban a cruzar. Era una escena poco común y varios muchachos que ya lo habían hecho, utilizaban la altura del barranco para zambullirse, desde la altura, en el río. A la derecha, desde la terraza del “Club Náutico», que avanzaba sobre el río, un grupo de personas observaban admirados estos acontecimientos.
En el agua, los más chicos con tablas y flotadores se recreaban en la zona vallada del río, custodiados por los «salvavidas», en la que algunos padres oficiaban de ayudantes. Otros más grandes, cerca de los botes, donde las largas ramas de los sauces llorones rozan el río, pescaban dientudos y mojarras con las conocidas botellas de sidra, que habían quedado de las pasadas fiestas del fin de año. Antes habían preparado, a modo de trampa, aquellas botellas a la que rompían su culo cóncavo, por donde entrarían los peces. Luego colocaban migajas de pan adentro y la sumergían en las aguas del Yí. Esto hacía que los peces entraran y no pudieran salir, mientras mantenían la botella atada desde su pico con un cordel para que la corriente no se las llevara. Un poco más alejados otros muchachitos pescaban con cañas mojarreras y aparejos.
Los muchachos, ya adolescentes y algunos mayores se aventuraban al monte o, en ir hasta una pequeña represa río abajo, donde se sentarían sobre su resbaladiza superficie y dejarían que el poco caudal de agua del río los acariciara y refrescara.
Madres y padres, tías, abuelas y todo tipo de parientes charlaban amigablemente, mientras el mate dulce hacía su ronda debajo de los escuálidos sauces diseminados por la playa, o debajo de las sombrillas multicolores, que habían tenido la precaución de llevar.
En el «parador», una rueda de hombres departía amigablemente, mientras otros sentados alrededor de una mesa jugaban un «truco». Un poco más lejos se visualizaba a un grupo de niños que se internaban en el monte con claras intenciones de recolectar frutas silvestres como el ñangapiré y el mburucuyá, que abundaban en la zona.
Las actividades en la playa eran diversas y había para todos los gustos. Así transcurría la tarde para el pueblo de San Pedro.
A eso de las seis comenzaron a vislumbrarse negros nubarrones en el celeste del cielo. Pero esto no significó nada para nadie, ya que el tiempo y más en verano, estos “amagues de tormenta” se sabía que eran inofensivos. A la gente pareció no importarle, ya que nadie se movió de sus lugares.
En la cercana Comisaría de la Segunda Sección, al otro lado del Puente Viejo con jurisdicción sobre el poblado de Santa Bernardina, el Cabo López se aprestaba a preparar el mate. Miró hacía el cielo y se dijo:
‒Bueeeno, me parece que se nos viene…‒ y se metió en la amplia pero endeble y castigada garita que oficiaba de Comisaría, para calentar el agua.
Prendió el primus y mientras el agua de la vetusta y abollada caldera se calentaba, armó un cigarro de chala y se recostó al marco de la puerta trasera; mientras fumaba el “armado” oteaba el horizonte, al que veía en casi toda su extensión, dada la relevante altura a la que estaba, varios metros por encima donde se encontraba la cabecera Norte del puente.
En el frente de la Comisaría, otros guardiaciviles hacían corrillo a la espera del resto. Unos se irían a descansar luego del bochornoso día, y los que arribaban, se harían cargo de las tareas de la noche. Algunos sentados en un banco largo, sin respaldo, recostado a la pared del frente, otros de parado, charlaban sobre distintos temas: la seca, el calor, la playa, mientras se hacía la llegada del Comisario para hacer el relevo.
López apareció con el mate por la puerta «principal» en el justo momento en que el Comisario bajaba de un auto que acababa de llegar.
‒ Buenas…‒ dijo al aproximarse a la tropa.
‒ Buenas tardes “m’comesario” ‒ dijeron casi al unísono los allí presentes.
‒ ¿¡Parece que va a llover!? ‒ dijo entre aseveración y duda, mirando hacia el cielo que se había puesto totalmente gris.
‒ ¡Ojalá así sea! Agua se necesita…, ‒ dijo López, ofreciéndole el primer mate y añadió ‒ dicen los aviadores de la «Base» que cuando las nubes vienen así, es un «frente» y que por lo general ¡traen viento!
No había acabado de decirlo cuando se empezó a sentir una brisa agradable y fresca. El cielo se puso más oscuro y la copas de los árboles comenzaron a moverse desprendiendo una lluvia de hojas secas que se parecían más a una bandada de pájaros espantados. La charla se puso amena, la rueda de mate recién comenzaba y además estaba buenísimo. Aunque nadie lo admitió, es seguro que cada uno de los presentes, incluyendo al Comisario, pensaran todos que al mate “cómo lo prepara López, ¡seguro que ninguno!”
La claridad que se vivía pasó a casi la penumbra que antecede a la noche. La brisa se transformó en viento más fuerte y las hojas que ahora se arremolinaban abajo, comenzaron a volar en verdaderos torbellinos. Una chapa circular que anunciaba la naranjita “Crush” que antes estaba en un poste del restaurante de enfrente, rodó con estridencia, calle abajo, hacia la cabecera del Puente Viejo. Los eucaliptus balanceaban sus gigantescas copas y el ruido ambiente se hacía cada vez más ensordecedor.
Para cuando se dieron cuenta, el viento se había transformado casi en un ciclón. A López hasta le costaba cebar el mate y en más de una oportunidad se echó el chorro de agua hirviendo sobre la mano.
El Comisario continuaba hablando y todos lo escuchaban ensimismados, hasta que el fuerte ruido de una rama que se quebraba en un árbol cercano advirtió al grupo del entorno agresivo en que se encontraban, que al darse real cuenta gritó:
‒ ¡Adeeeeeeentro!
Entre pechazos y como pudieron, se metieron todos al pequeño local de la Comisaría de la Segunda Sección y trancaron la puerta. Ya aliviados del golpeteo del viento de afuera y con un poco más de calma en el interior comenzaron a relajarse.
El comisario, viendo la situación en que se encontraban y de como serían las condiciones más apropiadas para cumplir con el trabajo asignado, comenzó diciendo:
‒ Quiero advertirles sobre algunas cosas… ‒ un fuerte chasquido proveniente del techo, interrumpió al comisario.
‒ Primera… ‒ dijo el Comisario, con el puño cerrado y el pulgar extendido.
Con gran estruendo y ante la sorpresa de todos, el techo se desprendió y en un instante desapareció, como por arte de magia…
Mientras todos se agachaban por el gran julepe, a López se le ocurrió gritar:
‒ ¡Se vaaaaaaaaaaa la Segunda!
La mañana siguiente se había presentado fresca y la ciudad de San Pedro se había comportado como siempre, movida por la gente en su diarios quehaceres. El sol estival volverá a calentar el cemento de las calles, la regadera municipal a humedecer las vías de balastro y el bochorno se presentará a la hora de la siesta repetitivamente, hasta comienzos de marzo.
El comentario general era: «…viste que a la Comisaría de Santa Bernardina le pusieron ‘La Zamba’…».
Febrero de 2010.
Publicado en: “Distancias del Agua” Narrativa cubana y uruguaya (ISBN 978‒9974‒688‒62‒9) 2012.
Anteriormente, leído al aire en CX16 Radio Carve de Montevideo, por el conductor Pastor Carrizo en su programa “Despierte cantando”, a mediados de la década de 1960.