El piloto que despertó en la Base Aérea, temprano, en una mañana de primavera, era instructor de vuelo. Sus padres que eran polacos de nacimiento hablaban mal el español pero tenían un corazón grande. Aunque La Cumparsita era conocida en Europa no gustaban de escuchar tango. Sin embargo, Piloto con su Spika recorría, en sus horas libres, todos los programas que difundían el dos por cuatro del pentagrama. La música popular era, para él, un medio para soñar y despejar de su intelecto la rutina de enseñar a volar. Al incorporarse pudo ver en el suelo el manual de vuelo por instrumentos y al levantar la vista, sobre el escritorio de su habitación, los manuales del avión y navegación aérea. Recordó que en el briefing de primera hora debía explicar a los alumnos pilotos con precisión académica, los instrumentos de navegación instalados en la cabina del avión.
Ser piloto se le ocurrió un día de verano en su barrio de Punta Carretas. Exponiendo parte de su cuerpo a los rayos del sol en la playa Ramírez observó, anteponiendo mano y brazo para evitar la hiriente luminosidad del astro, cómo una escuadrilla de aviones a reacción, en empinado viraje, sobrevolaban la rambla en dirección a la escollera Sarandí. El ruido fue ensordecedor y molestó a sus compañeros del liceo Zorrilla. Él se preguntó muchas cosas, entre ellas, quienes los volaban e imaginó una vida de aventuras. En su barrio manejaba la camioneta Skoda de su padre y notó, en aquel momento, cierta pasión por la conducción. Pilotear un avión ¿colmaría su aspiración? Sus hermanas mayores lo expresaban a menudo: Tienes que elegir una carrera, nadie puede vivir sin trabajar. Poco le importaba, entonces, esas prevenciones. Sin embargo, a partir de ese día, comenzó a interesarse por el tema. Se aficionó a la lectura bélica y por sus manos pasaron los Pierre Clostermann, Douglas Bader, Adolf Galland y, sobre todo, Antoine de Saint- Exupéry. Pronto se vio sentado en la cabina de un avión.
En el camino hacia el anfiteatro, dos soldados del segundo turno de guardia lo obligaron a contestar el saludo militar. El sol resaltaba el blanco de las paredes y daba mejor aspecto a las tejas rojas de la techumbre. Una pequeña fuente de agua de estilizada estructura le pareció hermosa y adecuada al estilo colonial de los edificios. Sentado frente a su escritorio y sus alumnos, esperó, somnoliento pero sin perder detalle, la finalización del informe meteorológico. Allí estaban ellos, esperando por sus palabras; unos, parecían expectantes y atentos, otros más confiados en su memoria. Tenientes y alféreces sujetaban su comportamiento al culto de las formas donde la seriedad sobreviene de la aplicación de los reglamentos.
Celoso de su prestigio, Piloto desarmó el modelo del indicador radio magnético en principios, partes mecánicas y ondas eléctricas. Como si de un rompecabezas se tratara fue uniendo sus piezas hasta que el ejemplo fue estampado en un gráfico que esclarecía, sin dudas, qué era, cómo funcionaba y para qué servía. Nadie hizo pregunta alguna porque le reconocían su obsesión por la totalidad y la certeza del conocimiento. Sin embargo, alguien tomó nota de una extraña actitud en él cuando al ponerse de pie se retiró sin indicar el tema de la próxima clase, a la mañana siguiente.
Uno, dos, tres vuelos de instrucción lo obligaron a permanecer, durante todo el día, enfundado en su mono de vuelo color verde oliva. De esta forma consideraba que su vida se llenaba de mágicas creaciones porque, pensaba, cada acción que se emprende es una obra registrada por el vuelo de su avión. La tarde noche tenía una expectativa especial: una navegación nocturna en formación. Motivo que precipitó una llamada telefónica:
–Vas a extrañar mi visita, el vuelo nocturno impide mi presencia.
Silencio, enojo y tolerancia.
–Recuerda que hoy es un día especial para mí –dijo una voz cálida y joven.
–Mañana prometo ir y darte dos besos. –respondió con cierto pesar.
–Ese argumento no me convence. Si la decisión está tomada, poco puedo hacer yo.
Despedida cálida con pesar y desilusión. Colgó el teléfono verde con discado de números y letras, cogió su campera de vuelo y con extremo cuidado se aseguró de llevar su cartilla, hoja de navegación y linterna. Camino de operaciones sintió en su rostro la tibieza del aire anunciando la proximidad del verano. El sol declinaba, la Base enlentecía su ritmo y los espacios verdes eran acariciados por el riego automático de unos mecánicos difusores de agua. El Teniente Riciardo, lo sacó de su ensimismamiento:
–Hoy tienes el privilegio de ser el guía de la formación. Caldas y yo los numerales con Candales y Tomasi, los alumnos.
–Es el momento de tener esa dispensa. —dijo Piloto con cierta expresión de alivio.
Cándido estaba agotado y feliz. La jornada, además de intensa, resultó acogedora. La realidad encadena los buenos acontecimientos y luego, en la búsqueda de un equilibrio profético, desencadena de los otros, los del infortunio. Pero Cándido, por naturaleza era emprendedor y optimista. Sus ancestros y su vida en el campo, lo hacían un hombre moderadamente gregario. Amaba a su esposa que hoy, en la ciudad, le había dado un hijo, su primogénito. Tal fue su agitación que, una vez enterado, aceleró su trabajo en el tambo para poder conocer a su hijo. De regreso, en la tarde, vio como sus manos temblaban de la emoción que le había producido, el apacible aspecto de su vástago. La mujer de su peón fue la primera en felicitarlo porque su marido arriaba las vacas lecheras hacia el predio cercano, a la construcción que guardaba máquinas y tanques de su establecimiento. Cuando todo estuvo en orden, preparó el mate e invitó a su peón para compartirlo debajo del alero de su casa.
Previo al decolaje, las tripulaciones se reunieron en la Sala de Operaciones. Caldas, cartilla en mano, repasó el itinerario del vuelo y pidió a los pilotos que ajustaran sus relojes. Piloto se mantuvo ajeno y silencioso, sólo tomó algunas notas que le parecían importantes. Ensimismado, disfrutaba de aquella rutina, una solemnidad en la que todos los pasos eran cumplidos con esmerada formalidad y dedicación. Notó cierta excitación en los alumnos pilotos ante la expectativa de su primer vuelo de navegación nocturna en formación, una lección que el nuevo Jefe de Grupo Aéreo se había empeñado en incorporar dentro de su programa revitalizador del reconocimiento táctico.
La orden para el encendido simultáneo de los motores fue dada por la frecuencia de radio y las calzas las retiraron los mecánicos de línea, ahora manidos de linternas para guiar a los aviones. La voz del controlador, grave y pausada, alentó el recorrido de los tres aviones hacia la pista de despegue. Fue allí que Piloto, alineado en el centro de la misma hizo encender las luces y dar potencia iniciando la carrera de decolaje. Miró alternativamente hacia uno y otro lado disfrutando imaginar, en la declinante luz del crepúsculo, las expresiones de preocupación de los alumnos esmerándose por mantener la posición que con exactitud ilustrada establecía el manual de vuelo. Cuando dirigió su vista hacia el frente apreció la agradable sensación provocada por el cercano y ondulante terreno de empobrecidas sombras. Una marcada vibración de su motor lo obligó recorrer el panel de su cabina y observar, en la sugerente iluminación anaranjada del taquímetro, una oscilación de la aguja. Tomó nota para luego desestimar la alarma cuando, ajustada la potencia para el vuelo recto y nivelado, la indicación moderó su manifestación manteniéndose aquietada.
¡Qué bien resplandecen, a lo lejos, las luces de la ciudad?, pensó Piloto, para luego recorrer con su mirada todo el panorama que facilitaban los seis mil pies de altitud. Sobre su carta de navegación visual pudo, en un ejercicio profesional, identificar los nombres de aquellas poblaciones, grandes y medianas sin poder imaginar la cercanía de su gente. La noche sobrecogía y enseñoreaba. Piloto miró su interior y éste le decía muchas cosas. Su vida un cálido acierto, su avión el instrumento más valioso de sus sueños, sus proyectos inabarcables por su multiplicidad. La aviación enseña muchas cosas, pensó, tratando de articular su mensaje con palabras. No las descubrió, entonces, se dijo, es el silencio el que acapara su secreto. Vaya, continuó, es la brújula que marca el rumbo, la cabina teñida de rojo fluorescente, la gravedad derrotada por la potencia del motor, el horizonte perdido en el ápice de un looping, la secuencia vertiginosa del vuelo bajo…
Inesperadamente, un golpe que suena a ruptura, vibraciones que se tornan incontrolables, incertidumbre que genera aprensión.
–Numeral tres a guía, tiene fuego en el motor –, exclamó Riciardo, sorprendido y preocupado, cuando apreció cómo la luz azulada que despedía el tubo de escape del motor se transformaba en una larga e intermitente llamarada roja.
–Numeral dos a numeral tres, abra formación y reporte la emergencia a la Base. Yo acompaño al guía.
Piloto aplicó el procedimiento paso a paso consciente del futuro inmediato. Las vibraciones lo fastidiaron y una maldición salió de su boca.
–Numeral dos a guía, tienes que lanzarte, usa el paracaídas.
Piloto no escuchó antes, ni en ese instante. Giró su cabeza para observar la difusa figura de Caldas gesticulando con su brazo derecho. Sólo atinó a levantar su mano abierta para tranquilizarlo. Las vibraciones cesaron, pero un humo espeso dificultaba su visión exterior. Sin proponérselo su pensamiento se transformó en un lenguaje reproducido en decenas, cientos de imágenes acogedoras. Presionó su comando hacia adelante para mantener una velocidad que declinaba. Caldas insistía con sus movimientos, ahora con cierto desaliento. Piloto, en cambio, sintió la generosa asistencia de su optimismo tonificado por la extendida luminosidad de la luna llena sobre un terreno cada vez más cercano.
Cándido y el peón, debajo del alero, silenciaron sus voces cuando un sonido agudo precedió al ruido intempestivo del impacto y su refulgente luminosidad. Sin pensarlo, se incorporaron e iniciaron una apresurada carrera hacia el lugar, doscientos metros más allá de las casas que habitaban.
Julio Díaz
B.