Fascinado por el movimiento que mecía el húmedo lecho que tenía a los pies, olvidó durante unos instantes preciosos la pérdida de altura. Desprenderse del ala en el aire fue fácil y cuando entró en el agua ya se había desabrochado la cremallera del mono hasta la cintura, dentro terminó de bajarla y aflojarse las correas del arnés. A medida que se hundía la luz se iba difuminando y antes de quedar en completa oscuridad, pudo ver flotando a su alrededor la enorme tela blanca. Seguía sin comprender por qué se hundía a tanta velocidad. Con dificultad se sacó los brazos del traje y empezó a bajarse los pantalones hasta dar con el duro material de las botas. Fue entonces cuando recordó las palabras de su mujer en la tienda el día que las compraron: No me gusta que tengan cordones, en caso de apuro tardarías mucho en aflojarlos. Dentro del agua los dedos, enredados con los cordones, se volvieron torpes y lentos, sus movimientos se hicieron cada vez más espaciados, hasta que la oscuridad y el silencio lo envolvieron en la profundidad del embalse.
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