Cuando me pusieron en el colegio de segunda enseñanza, alguien me dijo señalándome a Servandín:
—El papá de este niño tiene un bulto muy gordo en el cuello.
Y Servandín bajó los ojos, como si a él mismo le pesase aquel bulto.
En el primer curso no se hablaba del papá de ningún niño. Sólo del de Servandín.
Después de conocer a Servandín, a uno le entraban ganas de conocer a su papá.
A algunos niños les costó mucho trabajo ver al señor que tenía el bulto gordo en el cuello. Y cuando lo conseguían, venían haciéndose lenguas de lo gordo que era aquello.
A mí también me dieron ganas muy grandes de verle el bulto al papá de Servandín, pero no me atrevía a decírselo a su hijo, no fuera a enfadarse.
Me contentaba con imaginarlo y preguntaba a otros. Pero por más que me decían, no acertaba a formarme una imagen cabal.
Le dije a papá que me dibujase hombres con bultos en el cuello. Y me pintó muchos en el margen de un periódico, pero ninguno me acababa de convencer… Me resultaban unos bultos muy poco naturales.
Un día Servandín me dijo:
—¿Por qué no me invitas a jugar con tu balón nuevo en el patio de tu fábrica?
—¿Y tú qué me das?
—No sé. Como no te dé una caja vacía de Laxén Busto.
Le dije que no.
—¿Por qué no me das tu cinturón de lona con la bandera republicana?
Me respondió que no tenía otro para sujetarse los pantalones.
Fue entonces cuando se me ocurrió la gran idea. Le di muchas vueltas antes de decidirme, pero por fin se lo dije cuando hacíamos «pis» juntos en la tapia del Pósito Viejo, donde casi no hay luz.
—Si me llevas a que vea el bulto que tiene tu papá en el cuello, juegas con mi balón.
Servandín me miró con ojos de mucha lástima y se calló.
Estaba tan molesto por lo dicho, que decidí marcharme a casa sin añadir palabra. Pero él, de pronto, me tomó del brazo y me dijo mirando al suelo:
—Anda, vente.
—¿Dónde?
—A que te enseñe… eso.
Y fuimos andando y en silencio por una calle, por otra y por otra, hasta llegar al final de la calle del Conejo, donde el papá de Servandín tenía un comercio de ultramarinos muy chiquitín.
—Anda, pasa.
Entré con mucho respeto. Menos mal que había bastante gente. Vi un hombre que estaba despachando velas, pero no tenía ningún bulto en el cuello. Interrogué a Servandín con los ojos.
—Ahora saldrá.
—¿Por dónde?
—Por aquella puerta de la trastienda.
Miré hacia ella sin pestañear.
Y al cabo de un ratito salió un hombre que parecía muy gordo, con guardapolvos amarillo y gorra de visera gris… Tenía la cara como descentrada, con todas las facciones a un lado, porque todo el otro lado era un gran bulto rosáceo, un pedazo de cara nuevo, sin nada de facciones.
No sabía quitar los ojos de aquel sitio… Servandín me miraba a mí.
Cuando el padre reparó en nosotros, me miró fijo, luego a su hijo, que estaba con los párpados caídos, y en seguida comprendió.
Servandín me dio un codazo y me dijo:
—¿Ya?
—Sí, ya.
—Adiós, papá —dijo Servandín.
Pero el papá no contestó.
—Lo van a operar, ¿sabes?
Cuentos Republicanos, 1961.