Cuando me dijeron que mi hijo no podría hablar nunca, que tenía un cromosoma atravesado y una nube oscurecía la zona del cerebro donde se amasa el pensamiento y se tejen las palabras, lo primero que recordé fue que había planeado aprender con él los nombres de los árboles. Lo ansiaba desde que nació: andar por el campo, juntos los dos, y distinguir las hayas y los abedules, los arces, los castaños, los quejigos, los robles y los enebros. Pensé en ello mientras por detrás de la cara del médico, un rostro inexpresivo entrenado para dar malas noticias, observaba los árboles de aquella clínica meciéndose suavemente, como acunando una pena. Le pregunté al doctor qué árboles eran aquellos y pareció tan extrañado por mi pregunta que se encogió de hombros y no supo contestarme. Le noté incómodo, como si quisiera dar la consulta por finalizada. Nos despedimos, cogí a mi hijo en brazos, salimos de la clínica y al cruzar el jardín, con el sol de espaldas, observé que nuestras sombras dibujaban una silueta en la que yo era un tronco seco y aquel niño de pelo rizado sobresalía como una gran flor que me brotaba.
También te puede interesar
César Klauer nos recomienda «Cordero asado», de Roald Dahl, un mago del suspense que escribió novelas y cuentos para niños y adultos como Charlie […]
Le apasionaba jugar al ajedrez y llevaba siempre consigo un pequeño tablero de bolsillo con sus respectivas piezas. En cuanto subió al […]
Martha abre los ojos y se da cuenta que está en la cocina; la vajilla es de china y las ollas son […]
Tras una pandemia y una interminable estancia en el hospital, se levantó dispuesto a comerse el mundo. Subido en su bicicleta, bajó […]