Sam Shepard es uno de los escritores norteamericanos por excelencia. Además de uno de los grandes dramaturgos del pasado siglo (a los treinta años ya se habían representado treinta de sus obras teatrales, dentro y fuera de Broadway), fue también un icono contracultural: batería de bandas de rock en su juventud, pareja de Patti Smith (habla de él en Éramos unos niños) y de Jessica Lange, Premio Pulitzer por su novela Buried Child, amigo de Bob Dylan, guionista, guionista y actor de cine (candidato al Oscar al mejor actor secundario por The Right Stuff, 1983)…
Muchos de los libros de Shepard han sido traducidos al castellano. El primero que cayó en mis manos fue Crónicas de motel, un libro con textos breves, fragmentarios, con poemas, relatos y recuerdos autobiográficos.
[“CADA VEZ QUE OÍA PASAR UN AVIÓN…”] (cuento) – Sam Shepard (Estados Unidos, 1943)
Cada vez que oía pasar un avión por encima de nuestras tierras, mi papá tenía la costumbre de pasarse los dedos por la cicatriz de metralla de su nuca. Estaba, por ejemplo, agachado en el huerto, reparando las tuberías de riego o el tractor, y si oía un avión se enderezaba lentamente, se quitaba su sombrero mejicano, se alisaba el pelo con la mano, se secaba el sudor en el muslo, sostenía el sombrero por encima de la frente para hacerse sombra, miraba con los ojos entrecerrados hacia el cielo, localizaba el avión guiñando un ojo, y empezaba a tocarse la nuca. Se quedaba así, mirando y tocando. Cada vez que oía un avión se buscaba la cicatriz. Le había quedado un diminuto fragmento de metal justo debajo mismo de la superficie de la piel. Lo que me desconcertaba era el carácter reflejo de este ademán de tocársela. Cada vez que oía un avión se le iba la mano a la cicatriz. Y no dejaba de tocarla hasta que estaba absolutamente seguro de haber identificado el avión. Los que más le gustaban eran los aviones a hélice y esto ocurría en los años cincuenta, de modo que ya quedaban muy pocos aviones a hélice. Si pasaba una escuadrilla de P-51 en formación, su éxtasis era tal que casi se subía hasta la copa de un aguacate. Cada identificación quedaba señalada por una emocionada entonación especial en su voz. Algunos aviones le habían fallado en mitad del combate, y pronunciaba su nombre como si les lanzara un salivazo. En cambio mencionaba los B-24 en tono sombrío, casi religioso. Generalmente sólo decía el nombre abreviado, una letra y un número:
-B-24 -decía, y luego, satisfecho, bajaba lentamente la vista y volvía a su trabajo.
A mí me parecía muy extraño que un hombre que amaba tanto el cielo pudiera amar también la tierra.
Motel Chronicles, 1982