Había una vez una princesa que vivía en un palacio muy grande. El día en que cumplía trece años hubo una gran fiesta, con trapecistas, magos, payasos… Pero la princesa se aburría. Entonces, apareció un enano, un enano muy feo que daba brincos y hacía piruetas en el aire. El enano fue todo un acontecimiento.
Bravo, Bravo, decía la princesa aplaudiendo y sin dejar de reír, y el enano, contagiado de su alegría, saltaba y saltaba, hasta que cayó al suelo rendido. «Sigue saltando, por favor» dijo la princesa. Pero el enano ya no podía más. La princesa se puso triste y se retiró a sus aposentos…
Al rato, el enano, orgulloso de haber agradado a la princesa, decidió ir a buscarla, convencido de que ella se iría a vivir con él al bosque. «Ella no es feliz aquí» pensaba el enano. «Yo la cuidaré y la haré reír siempre». El enano recorrió el palacio, buscando la habitación de la princesa, pero al llegar a uno de los salones vio algo horrible. Ante él había un monstruo que lo miraba con ojos torcidos y sanguinolentos, con unas manos peludas y unos pies enormes. El enano quiso morirse cuando se dio cuenta de que aquel monstruo era él mismo, reflejado en un espejo. En ese momento entró la princesa con su séquito.
«Ah estas aquí, qué bien, baila otra vez para mí, por favor». Pero el enano estaba tirado en el suelo y no se movía. El médico de la corte se acercó a él y le tomó el pulso. «Ya no bailará más para vos, princesa» le dijo. «¿Por qué?» preguntó la princesa. «Porque se le ha roto el corazón». Y la princesa contestó: «De ahora en adelante, que todos los que vengan a palacio no tengan corazón».