DE LA HISTORIA DE UNOS POCOS A LA HISTORIA DE MUCHOS

En 1964, el Diccionario de la Academia Francesa definía historia como “la narración de acciones y materias dignas de recordarse”. (La octava edición, de 1935, decía más o menos lo mismo: “El relatos de los actos, sucesos y materias dignos de recordarse”) ¿Dignos de recordarse? ¿Es que el historiador es una especie de sabio cuya formación lo cualifica para decirles a los demás qué merece recordarse y qué no? ¿Para darles carta de autenticidad a los sucesos y a las personas como si fueran fósiles de peces o restos minerales? ¿Existe una diferencia entre ser una persona y ser una persona histórica? Pues claro que no. Pero entendamos –más aún: recordemos- que esta definición de la Academia Francesa, aunque no hubiese sido necesariamente redactada por aristócratas franceses, pertenecía a una época aristocrática ya pasada hoy. Por entonces, ciertamente,  algunos hombres y mujeres importaban más que otros –no a ojos de Dios sino a ojos de los demás. “Hacían Historia”, aunque no siempre y no del todo, ni siquiera entonces. Es posible que Shakespeare, un siglo antes que la Academia Francesa, lo hubiera entendido mejor. En Enrique IV escribía: “La vida de todos los hombres constituye una historia”.

La constituye, la constituía y la constituirá siempre. Toda persona es una persona histórica. Y, en consecuencia, toda fuente es una fuente histórica. Bastante cierto, “Bastante”: no absolutamente. A menudo se ha pensado que los historiadores deberían darle la vuelta a la secuencia lógica –sí, lógica- de las palabras que dijo aquella vieja irlandesa cuando le contaron los rumores que corría sobre una vecina joven y viuda: “No es cierto, pero es bastante cierto”. Los historiadores deberían decir (o pensar al menos), cuando hablen de cada “fuente”, de cada documento y de cada prueba: “Es cierto; pero quizás no es lo bastante cierto”: Como escribió Owen Chadwick, uno de los mejores historiadores vivo: “Todos los sucesos históricos tienen algo de misterioso”. Y “misterioso” no significa simplemente “falso”. Kierkegaard lo formulaba así: “La Verdad Absoluta le pertenece a Dios: a nosotros solo no es dada la búsqueda de la verdad”.

Todo historiador que merezca llamarse así debería saber esto. Pero la búsqueda de la verdad –sus condiciones, sus circunstancias, su misma práctica- no permanece inalterada. La búsqueda cambia con los años. Ahora nos hallamos en plena hora democrática y en ella tenemos que tener en cuenta no solo las condiciones y circunstancias de la vida material, sino también las ideas y las creencias de grandes masas de personas, en cuyo nombre  se supone “se hace” la historia. Y esto, para los historiadores profesionales, implica una serie de problemas nuevos y complicados, porque la estructura misma de los poderes, de la política, de la sociedad y el pensamiento están cambiando. Puede que incluso haya cambiado la estructura de la historia contemporánea y de sus sucesos: de cómo y por qué (y cuándo) sucedió o sucede esto o aquello.

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