Débiles y Poderosos

Prólogo Vintage

Cuando un avión de pasajeros experimenta problemas con sus motores durante un vuelo interoceánico, sus pilotos, entre los que se encuentra Dan Roman, un veterano aviador con un trágico pasado, deberán hacerse cargo de la situación e intentar por todos los medios llegar a San Francisco.

Tal el argumento de la película Débiles y Poderosos.

El film obtuvo un Oscar por la mejor Banda de Sonido en el año 1955.

La melodía es inolvidable, en particular por un “solo” de silbido que mereció el premio mayor de la Academia.

Entender el cuento que se presenta sin una ayuda previa y en particular para quienes no hayan visto la película,  podría resultar poco entendible, por lo que consideramos incluir dos pequeñas filmaciones que contribuyan a la comprensión de los eventuales lectores.

La anécdota de un niño de diez años imitando a su héroe al dejar la cálida sala de un cine de barrio y rememorarla sesenta años después, entre la vigilia y el sueño, puede no resultar particularmente interesante.

En tal caso, rogamos escuchar, solo un par de minutos, la estupenda creación del compositor, arreglista, violinista y director de orquesta de nacionalidad estadounidense Victor Young.

Ayuda visual 1: https://youtu.be/4rZOOTnNKow

Ayuda visual 2: https://youtu.be/nkunqvDT4kY

 

    Débiles y Poderosos.

 “ El pasado es un país extraño. Las cosas parecen diferentes en él.”

L.P. Hartley

No había duda que el pesado cuatrimotor perdía altura y que el piloto, John Sullivan, presa de un ataque de pánico, se aferraba a su decisión de amerizar en el embravecido mar, en plena noche, con un motor apagado, otro en llamas y a punto de quedarse sin combustible.

Por suerte allí estaba Dan Roman, su copiloto, veterano de dos guerras mundiales, casi en límite de edad para seguir volando, cojo de una pierna que lo limitaba a la condición de copiloto y a quién la vida lo había castigado con la muerte de su mujer y su pequeño hijo en un accidente aéreo.

Cuándo Sullivan atrasa los gases para el inminente amerizaje, Roman, quién venía aconsejando seguir volando e intentar aterrizar en el Aeropuerto de San Francisco, detiene la mano de su superior, lo fuerza a llevar las manecillas a la máxima potencia, al mismo tiempo que le acomoda una sonora bofetada y lo conmina a recobrar el coraje y asumir su responsabilidad como Comandante.

En la fila 28 del cine Mundial, butaca contra el pasillo, Rolando Saldías, de diez años, como todos los domingos desde que tenga memoria, aplaude la decisión de Roman y respira aliviado.

La entrada numerada la había comprado el jueves de tarde, día en que se ponían a la venta para la función del domingo de tarde. Solía ser el primero en la fila. Los boleteros lo conocían. Invierno o Verano, cualquiera fuera la estación, allí estaba, infaltable.

Una duda lo incomodaba, ¿ Como se vería en la película a John Wayne como copiloto de un DC-4 a las órdenes de un imberbe Robert Stack después de haberlo visto en Infierno en las Nubes como Jefe de un Grupo de Cazas aeronavales derribando japoneses en los cielos de Guadalcanal?

¿ O como el Capitán Jim Gordon líder de los Tigres Voladores luchando en clara desventaja frente a los Zeros del Sol Naciente?

Afortunadamente, durante los once minutos finales de la larga final del DC-4 hacia el mar o el aeropuerto, el héroe no lo defrauda. Y se emociona hasta las lágrimas cuándo, en el Aeropuerto vacío, apagado el bullicio de la multitud y la Prensa, Dan Roman, se aleja solitario arrastrando su pierna enferma silbando la maravillosa melodía que  Saldías no  olvidaría nunca.

Mira el programa por última vez, repasa las cuatro películas que acaba de ver con amorosa lentitud. Después, cuidadosamente, lo dobla el en dos partes iguales y lo guarda en su bolsillo. Lo depositará en la caja de zapatos donde los atesora por decenas.

Espera que el público se retire. Manteniendo distancia con la muchedumbre, camina lentamente hacia la salida. Abandona la tibieza cargada de aromas de la sala y lo invade el desaliento. Será una larga espera hasta el próximo domingo.

El frio pronto dispersa a sus transitorios contertulios y la calle queda desierta. Comienza a caer una ligera llovizna. Se asegura de estar completamente solo y entonces comienza a cojear. La Avenida Millán se convierte en la mojada pista de San Francisco , atrás queda el castigado DC-4 y frunciendo los labios, surge, desafinado, el hilo de un silbido.

Apenas son dos cuadras largas hasta su casa donde sus padres y hermanos lo esperan para la cena. Podría apresurar el paso para evitar la reprimenda por la tardanza, la ropa y los zapatos mojados, pero descarta tal opción. La llovizna se ha transformado en lluvia y las gotas, deslizándose por su rostro, amenazan la esforzada interpretación de su silbo.

Por fin llega a la puerta de su casa. Su madre, después de una larga discusión con su padre, ha conseguido que los domingos le confíen la llave de entrada.

Aún antes de abrir imagina la escena.

Su madre calienta al Baño María los ravioles caseros que desprenden el familiar aroma de los domingos. Su padre charla con su hermano mayor que, recién bañado, le detalla las incidencias del partido de futbol que jugó en la tarde. Su hermana menor ayuda a poner la mesa. Su entrada tardía provocará un silencio incómodo. Habrá una reprimenda paterna que su hermano morigerará con algún chiste alusivo a su pasión por el cine o los aviones.

Y habrá muchas luces prendidas y sobre la repisa de la estufa a leña, la colección de perros de cerámica de su hermana, que cuida con especial esmero, brillarán alineados en perfecta simetría.

Con mano empapada introduce la llave en la cerradura. La puerta cede con  crujido inusual.

Un golpe de humedad antigua, como de cripta, lo golpea.

Las luces de la calle apenas iluminan el hall de entrada sumido en sombras. Los escalones de mármol que conducen a la invisible puerta del living, están cubiertos de polvo. A la mortecina luz que llega del exterior apenas distingue las bocas oscuras de los dormitorios y de la cocina familiar.

Donde estuviera la estufa a leña se amontonan los escombros.

En medio de la desolación imagina escuchar el tic tac de un viejo reloj de péndulo.

Y cuándo se pregunta incrédulo ¿ Será esto posible? , la angustia acechante se apodera de su espíritu.

“  A las tres de la mañana un vientecillo frio despierta a Rolando Saldías de setenta y cuatro años que se ha quedado dormido frente al televisor con la ventana entreabierta. El sueño suele ser elusivo con él. No tiene horario ni continuidad.  Enfrentado a la disyuntiva de esperar su retorno conversando con la almohada, Saldías elige levantarse y repasar alguno de sus filmes preferidos.

 Hoy se ha quedado dormido en esa circunstancia.

 Pero el despertar no ha sido grato. El corazón latiendo acelerado y esa inquietud creciente que lo desvela.

Si pudiera recordar el sueño- se dice- lo sabría.

Pero solo podía evocar a John Wayne alejándose solitario a su destino de héroe.

   

Elbio Firpo

Abril 16 de 2016

 

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