El alimento de las brujas

Cuando ya ni un perro pasa por la calle

Vos seguís pendiente de cualquier detalle

Y vagás buscando restos de ternura

Como los cirujas entre la basura…”

 

“El último round.” Tango

Chico Novarro.

 

 

Desde la reposera, alejada de la piscina y en el extremo del recortado césped del club, el hombre vio como la obesa niña, rubia y con un par de ridículas trenzas, volvía a empujar a su nieta que caía abrazada a su mascota preferida, un dinosaurio de trapo casi de la mitad de su tamaño.

A punto estuvo de levantarse e increpar a la madre del engendro, de quien había heredado la contundencia de su grasosa estructura, y permanecía indiferente a sus reiterados ataques.

Por suerte se contuvo. A su lado, su nieto de siete años lo miraba atentamente, intentando adivinar cual sería la reacción de su abuelo.

Pero Aníbal Balcarce, de setenta y cinco años, no era un abuelo común como podrían suponer los distraídos bañistas o las aceitadas damas tendidas al sol de la media tarde.

Acaso un observador meticuloso, un “voyeur” aficionado a la sicología, podría llamarle la atención cierta rigidez al ir al encuentro de su nieta, una rubiecita de ojos azules que, a sus cuatro años, hubiera merecido de su parte, un abrazo prolongado a manera de cariñoso reconocimiento a la circunstancia vivida.

Ocurría que Aníbal había conocido a sus nietos apenas hacía un mes.

Veinte años atrás todo vínculo familiar había sido cortado.

Esporádicas noticias de muertes, casamientos y nacimientos, le llegaban por terceros, a veces, por alguna nota en Sociales.

La inesperada reconciliación había llegado a través de su desconocida nuera, una holandesa rubia de corazón decidido.

El primer encuentro había sido difícil. Intentó descubrir en las dos personitas- que se mantenían a prudencial distancia- rasgos genéticos comunes. Pero nada.  En aquellas perfectas naricitas nórdicas, en la transparencia de sus ojos o en la blancura de su piel, no pudo encontrar la mínima analogía morfológica.

Y se imaginó a si mismo, mirándose desde aquellas inocentes pupilas.

Un ajado y aquilino rostro al extremo de una espalda vencida. El pelo blanco y las tupidas cejas le devolvían la imagen de un gran pájaro cansado.

La presentación fue un ligero rozar de dedos a la distancia de su brazo extendido.

Una larga caminata al cine, días después, motivó un relativo acercamiento.

Wendy- así la llamaba Aníbal a su nieta- que le recordaba la delicada figurita del héroe infantil de Peter Pan- había cargado, ida y vuelta, el infaltable dinosaurio, que a esas alturas se había convertido en una pesada carga.

Hablaba mucho mientras caminaba, cansada, sin levantar la mirada de la vereda.

Eso había sido, estimó Aníbal , una buena señal.

Máx, su hermano, de natural parco, le pasaba un brazo por sus delicados hombros.

Por suerte, con mucho ahorro de palabras, intercambiaron diálogos cortos pero precisos. Su abuelo se sorprendió con la “madurez” de su nieto. Para sus siete años, aunque parecía menor, mantenía un rostro serio, como si el halo de una imperceptible tristeza, pesara sobre su frágil figura.

Wendy se acercaba apretando el dinosaurio entre sus bracitos húmedos y cubiertos de pasto. Su afligido semblante pugnaba por no dejar que sus ojos cedieran al insostenible llanto.

Aníbal la cubrió con el toallón de baño y contuvo el irrefrenable deseo de abrazarla.

Las cocas y los panchos que había pedido para aflojar la tensión en torno al serio mutismo de Wendy  dieron resultado.

Mientras mezclaba la salsa Ketchup con la mostaza, se dio repentina vuelta y ,con uno de sus diminutos dedos manchados con el revoltijo,  señaló directamente a la  causante de su desdicha que, junto a su madre, devoraban sendas hamburguesas.

  • ¡ Esa fue la niña que me empujó!
  • ¡Esa gorda mala!- masculló Aníbal, todavía indignado, pero inmediatamente se arrepintió de haberlo dicho.
  • ¿Todas las gordas son malas, Abue?- contestó Wendy empleando por primera vez la emotiva contracción.
  • ¡ Para nada!- contestó ágilmente intentando reparar el grueso desaguisado y las consecuencias que tendría cuándo lo contara, como invariablemente ocurriría, a sus atentos padres.
  • ¡Hay flacas muy malas…también …! – insistió sin mucha convicción sintiéndose increíblemente ridículo.
  • Lo que pasa es que me acordé de Greta…esa si que era mala.. pero así le fue…
  • ¿ Quien era Creta, Abue?
  • ¡ Greta…Wendy…se llamaba Greta! …y era muy parecida a esta niña que no sabemos como se llama… también era rubia y era gorda y muy mala. Se la pasaba pisándole la cola a un gatito que tenía y tirándole del pelo a sus compañeritos más chicos en la escuela. Pero lo peor era que le sacaba plata a su mamá para comprarse alfajores y pizza. Por eso estaba tan gorda.

Y nunca le hacía caso a lo que le decían sus padres…por eso le pasó lo que le pasó.

  • ¿ Y que le pasó…Abue…?
  • Bueno…algo muy feo… tengo miedo de contarlo y que se

asusten.

  • Nosotros no nos asustamos nunca… ¿verdad Máx? _ y miró a su hermano que observaba en silencio. Su pequeño rostro permanecía inmutable. La breve rendija de sus ojos mostraba la misma expectante atención sobre la escena.

Inexplicablemente Aníbal se sintió ligeramente cohibido. Pero solo duró un instante. Wendy, como si hubiera recibido una contestación a su pregunta, insistía.

  • ¿Viste Abue? … nosotros no tenemos miedo.
  • Está bien…está bien… pero después si no duermen de noche no me echen la culpa de que fue por lo que les contó su abuelo… Resulta- comenzó con voz de lejanos radioteatros- que la casa de Greta estaba frente a un bosque donde dos niñas, al parecer bastante gorditas, se habían perdido. Por eso la madre le había prohibido, muy seriamente, que cruzara la calle.

Pero Greta, aquella tarde, aprovechando que su madre no estaba, desobedeció sus órdenes. Tomó su honda que escondía en el fondo de su armario, pisó dos veces la cola de su gatito y se fue corriendo al bosque. ¿ Wendy, tu sabes lo que es una honda?

  • Si-contestó su nieta- una vez un amiguito de Max vino a casa

con una y mamá les dijo que no quería que jugaran con eso porque se podían sacar un ojo y que aparte había niños malos que mataban pajaritos…

  • ¡Já! ¡Justamente lo que le gustaba hacer a Greta! – exclamó con histriónica vehemencia Aníbal- Todo lo que volara y piara le servía como blanco ¡ Cuántos zorzales, gorriones y palomas cayeron bajo sus certeros hondazos!
  • ¿ Y que le pasó a Greta…Abue? Insistía Wendy.
  • Entusiasmada por la cantidad de inocentes  pajaritos que le servían de confiadas presas ¡ Se perdió en el bosque! Al principio no sintió temor. Pero empezaba a caer la tarde y el bosque a oscurecerse. Los pájaros dejaron de cantar y poco a poco todo quedó en silencio.
  • ¿ Y no tenía celular para llamar a su mamá…Abue?
  • En esa época no existían, Wendy, esto pasó hace muchos años.
  • ¿Y tenía ganas de llorar?- insistía con cierta preocupación su nieta.
  • Bueno…Greta no era de las niñas que lloran fácilmente- explicó- pero ciertamente estaba intranquila. En esos casos, y este era uno de ellos, recurría a los alfajores y nunca salía de su casa sin llevar uno consigo. De la misma carterita que utilizaba para ocultar la honda, sacó un enorme alfajor y lo empezó a comer.
  • ¿Y de que era el alfajor …Abue?
  • ¡ Pura maicena y mucho dulce de leche! Y ocurrió que cuando le daba un enorme mordisco a su golosina preferida, descubrió el puentecito de madera que cruzaba el cauce seco de un arroyo que nunca había visto. Y como era muy curiosa y muy poco precavida, corrió para atravesarlo.
  • ¿ Y había pescaditos de colores…Abue?
  • Estaba seco…Wendy… solo piedras y muchos arbustos.
  • ¿ Que son los” barbustos”…Abue?
  • ¡ Arbustos Wendy…arbustos! Son plantas que ocultaban una cosa horrible…-
  • ¿ Que cosa…que cosa…Abue?
  • ¡Una enorme picadora de carne! Y cuándo llegó al medio del puente, ¡Zás!…Como era tan pesada el piso del puente se rompió y Greta cayó en el centro de la picadora que se puso en marcha con un fuerte zumbido…como si alguien la hubiera encendido a propósito. Y entonces, cuándo se detuvo el espantoso aparato- y Aníbal hizo aquí una dramática pausa- apareció la Bruja con seis largos tubitos de plástico en su huesuda mano.
  • ¿ Era mala la bruja…Abue?
  • ¿Conoces alguna bruja buena Wendy? ¡ Malísima!! Pero eso si, quería mucho a sus seis hijas, a las que tenía que alimentar, como toda madre preocupada por la salud de sus pequeños.
  • ¿ Y les iba a dar de comer a Greta…Abue?
  • Bueno…bueno… no exactamente, Wendy, debo decirte que las brujas chiquitas no tienen dientes, por eso los tubitos¿ Ves?…Como la coca que estás tomando con un sorbete. Abrió la tapa de la picadora, metió los tubitos dentro de la picadora dejando sus extremos afuera. Después llamó a sus bebas y le puso a cada una un tubito en la boca.
  • ¡Como mamá que nos hace un “jubito” de naranja cuando tomamos la leche antes de ir a la escuela!- y agregó para sorpresa de Aníbal- pero lo hace con una licuadora…
  • ¡ Bien dicho!…Wendy…¡ Bien dicho! …¡ seguro que era una licuadora! … de otra manera las brujitas podrían atorarse.

Para quebrar el incómodo silencio que se había hecho al terminar su relato, Aníbal, con una firmeza que estaba lejos de sentir preguntó:

  • ¿Y?… ¿Les gustó la historia?

Wendy, hecha un ovillito rubio y abrazada al dinosaurio que cubría su rostro, pareció asentir con dos lentos movimientos de cabeza.

Por lo menos así lo quiso creer su abuelo.

El  imperceptible mohín de Max, curvando la comisura de sus labios hacia abajo, contundente para su hierático rostro, no dejaba dudas- Bueno- se dijo para si Aníbal-  por lo menos conseguí un empate.

El principio del otoño había sido generoso. Pero ya había más nubes en el cielo y se  insinuaba una brisa fresca.

Caminaban las cuatro cuadras largas hasta el edificio donde se despediría de sus  nietos.

Iban en silencio. Max con las manos en sus bolsillos, unos pasos adelante.

Se encendían las primeras luces. Aníbal – mirando de reojo-veía columpiarse las patas del dinosaurio confundido en el apretado abrazo de Wendy.

Lo sorprendió un aleteo tibio, como si un pichoncito perdido buscara refugio en su mano..

Sin dejar de mirar al frente forzó dolorosamente su mirada.

Cinco patitas increíblemente tiernas tecleaban sobre su palma.

Corrieron sobre la gramilla del jardín en tanto la reja de entrada se cerraba con un zumbido.

El circunspecto portero, con medidos movimientos , llamaba al ascensor.

Aníbal , detrás de la reja, los vio multiplicarse en los espejos del amplio hall del edificio y perderse, siempre corriendo, en el acerado ingenio.

Caminó hacia la rambla.

En la oscuridad creciente el solitario faro oponía sus destellos.

 

 

Elbio Firpo. Mayo del 2018.

 

 

 

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