El hijo de madre. Francisco García Pavón

Ocurrió el primer día de aquel curso, que fue el último del «Colegio de la Reina Madre», porque al año siguiente pusieron el Instituto.
Don Bartolomé, después de repartirnos los libros flamantes que llegaron de Ciudad Real en un cajón grande, nos ordenó que nos estudiásemos la primera lección de todos los textos.
En el «estudio» había un gran silencio. Nos distraíamos en manosear los nuevos manuales, en ver las figuras, en forrarlos, en poner nuestro nombre. Don Bartolomé, luego de repasar las facturas de la librería con su hija, mandó sacar el cajón a los mayores y se puso a leer el ABC a la luz otoñal que regalaba la ventana.
De pronto se abrió la puerta del salón y Gabriela, la criada, gritó sin entrar:
—Ahí está una mujer que viene a poner a su hijo al colegio. ¿Entra?
Don Bartolomé dijo que sí con la cabeza, y con el ABC suspendido quedó mirando hacia la puerta.
Apareció una mujer atemorizada, muy rubia, algo entrada en carnes. Llevaba un niño de la mano, como de doce o trece años.
—Pase, señora —dijo don Bartolomé poniéndose en pie.
Cruzó todo el salón, muy seria, con la cabeza rígida, mirando hacia el frente. Al saludar a don Bartolomé, hizo así como una inclinación.
La hizo sentar junto a sí. El niño quedó en pie mirando hacia todos nosotros con sus ojos casi traslúcidos.
Ella empezó a hablar en voz muy bajita, casi al oído de don Bartolomé. (Uno de los mayores se ponía las manos en la boca para que no se le oyese reír).
De todas formas, como el silencio era muy grande, ella cada vez hablaba en voz más queda.
—Diga, diga, señora.
Don Bartolomé se hacía pantalla en la oreja para oír mejor.
Luego se cortó la conversación. El profesor quedó pensativo, con la mejilla descansando en la mano. Ella lo miraba inmóvil, con las manos tímidamente enlazadas, diríase que suplicantes.
Don Bartolomé se rascó una oreja y, casi de reojo, echó una ojeada por todo el salón, especialmente dirigida a los mayores, que seguían riendo y cuchicheando entre sí.
Don Bartolomé, luego, levantó la cabeza hacia el techo, así como rezando, y, a poco, volvió a la conversación en voz muy baja.
Al cabo de un ratito más, ella sonrió, con los ojos casi llorosos. Abrió el monedero, sacó unos cuantos duros de plata y los dejó sobre la mesa. Don Bartolomé le extendió un recibo y se guardó los duros en el bolsillo del chaleco.
Se pusieron en pie. Don Bartolomé acarició la cabeza dorada del niño y le dijo que se sentase en un pupitre vacío que había junto a su mesa. La señora dio un beso al hijo, que se sentó en el pupitre cruzando los brazos sobre la tabla.
Don Bartolomé acompañó a la mujer, que iba sonriente, hasta la puerta del estudio. Se atrevió a mirar a los mayores y todo. Uno le sacó la lengua.
Como a la madre le llamaban la Liliana, al hijo le dijimos Lilianín… Su cabeza era como la de un angelote de madera antigua, policromada, un poco desvaídos los colores. Miraba con sus ojos azules muy fijamente, sin pestañear, al tiempo que sonreía casi mecánico, como si cuanto oyese fuese benigno y paternal. A lo que se le preguntaba contestaba en seguida, sin titubeos ni disimulos. Hasta cuando estudiaba álgebra sonreía angélico. Y decía las lecciones más obtusas con aquel aire sensitivo.
Durante los primeros días nadie le dijo cosa mayor de su madre. Pero tenía que llegar, porque en seguida, hasta los mocosos, nos enteramos de que «alternaba» en casa del Ciego. Y allí vivía con ella, y en su mismo cuarto, Lilianín.
Él, si sabía sus males, los disimulaba o le parecían naturales, porque no tenía reparo en acercarse a todos, en entrar en conversación, en jugar a todas las cosas. Pero nosotros lo mirábamos como si fuera un ser de otra raza.
Nadie lo culpaba de estar entre nosotros, hijos de madre y padre. Las culpas eran para don Bartolomé, «que, por su avaricia, un día iba a admitir en el colegio al Tonto de la Borrucha», como dijo uno.
El Coleóptero, con su sonrisa de bruja joven, gustaba de hacerle preguntas con retranca, que Lilianín respondía abiertamente. Él fue el primero en informarnos de que Lilianín «lo contaba todo». («Vivía la vida lupanaria en toda su intensidad… Está al cabo de la calle del comercio de la carne… con esa sonrisa inocente. Sabe el oficio de su madre y le parece corriente. Este niño es completamente irreflexivo. Me ha dicho hoy…»).
Tanto bando puso el Coleóptero, que a todos nos entraron grandes ganas de preguntarle… Y un día, a la hora del recreo de la mañana, se formó un gran corro en el rincón del patio. Y no sé por qué, todos los del corro estábamos en cuclillas o sentados en el suelo menos Lilianín, que, en el centro, estaba en pie. Nos miraba sonriendo, como siempre, con sus ojos espejeantes y limpísimos de toda reserva.
Cada cual le hacía una pregunta en voz media, que él, en contraste, respondía a toda voz, como si dijera la lección, con orgullo:
—¿Y pasan muchos hombres al cuarto de tu mamá?
—Sí, muchos. Sobre todo por la noche.
—¿Y qué hacen?
—No sé. Se desnudan.
—¿… y luego?
—No sé. Yo me duermo.
—¿Y tu mamá qué les dice?
—Les habla de mí y de mi papá, que fue un novio que tuvo y nos dejó, y por eso ella vive sola conmigo.
—¿Y le pagan?
—Sí. Le dan mucho dinero.
Cada vez las preguntas eran más recias. Pero él sonreía igual.
Por fin, uno moreno, de muy mal genio, que luego lo mataron en la guerra, dijo mirándole a los ojos con cara de perro:
—Tu mamá, lo que es, es una puta.
Lilianín, riendo un poquito menos, movió la cabeza como diciendo que no, y luego, en voz más baja:
—Mi mamá es mi mamá y nada más.
Se hizo un silencio muy grande, de reproche al chico moreno, y por cima de todas las cabezas, la sonrisa de Lilianín.
Se oyó la voz de don Bartolomé desde la otra punta:
—¡Niños, a clase!
Fuimos callados, cada cual por su lado. Lilianín delante de todos. Don Bartolomé, que olfateó algo, le echó la mano sobre el hombro.
—¿Estás contento?
—Sí, señor.
—¿Se portan bien los compañeros contigo?
—Conmigo, sí, señor… Con mi mamá, no.
Don Bartolomé se volvió a todos, como si fuese a hablarnos. Con los ojos muy tristes nos miró con calma. Creí que iba a llorar. Estuvo a punto de despegar los labios, pero luego hizo un gesto como de arrepentirse.
Volvió a poner la mano en el hombro de Lilianín, y entramos en el salón de estudio.
Cada cual ocupó su puesto. Don Bartolomé tomó su viejo libro de geografía y empezó a leer junto a la estufa. Lilianín, en el pupitre más próximo a él, se aprendía las lecciones de memoria, mirando al techo y moviendo mucho los labios.
Nunca hubo mayor silencio en el estudio de don Bartolomé.

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