Dan Murphy se alistó como voluntario y peleó con gran coraje. Los muchachos lo querían y, cuando alguna herida lo debilitaba tanto que le costaba cargar su arma, ellos se encargaban de hacerlo. El dinero que iba ganando, Dan se lo enviaba a su esposa para que lo guardara en el banco. Ella era lavandera y planchadora y sabía, por experiencia, cómo cuidar el dinero recibido. No gastaba ni un céntimo. Por el contrario, empezó a vivir de manera miserable, mientras la cuenta bancaria iba engordando.
Finalmente, Dan murió. Lo usual era arrojar al pobre muerto en un zanjón e informar a los seres queridos. Pero, en honor al afecto y el respeto que le tenían, los muchachos telegrafiaron a la señora Murphy, preguntándole si deseaba que embalsamaran a su finado esposo y se lo enviasen de esta manera a su casa.
La señora Murphy averiguó cuánto costaba embalsamar un cuerpo: aproximadamente setenta y cinco dólares. Entonces, ella les respondió:
—¿Ustedes creen que voy a armar un museo en casa y que quiero dedicarme a excentricidades costosas?
FIN