Sales del coche y comienzas a caminar algo aturdido. Aquel vehículo ha pasado tan cerca que has estado a punto de colisionar contra él. Todo se ha oscurecido en un instante. Entras en un bar y pides una copa. Sientes una extraña levedad acompañada de una sensación de desprendimiento que no puedes explicar. Los objetos parecen revertirse descomponiéndose en sus unidades más pequeñas. Fuera se oyen voces. Más tarde las recordarás.
Sales al exterior sin que nadie se percate. Un grupo de personas rodean a un hombre desplomado sobre el pavimento. Te alejas de allí con una contrición a cuestas. Entras en tu vivienda, te acomodas en el sofá hundiéndote en una región infinita y enciendes el televisor que has olvidado apagar.
Entonces recuerdas el coro de voces peraltadas. Te das cuenta de que nunca llegaste a pedir esa copa. Y hasta puedes ver de forma nítida la imagen del antebrazo del hombre exánime – con un lunar idéntico al tuyo en su mano izquierda– tendido en el suelo entre un rimero de cristales rotos. Sabes que la puerta nunca ha llegado a abrirse, ni te has llegado a sentar, ni has encendido el televisor porque vas en una ambulancia al lado de ese hombre que eres tú y que acaba de morir.
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