Abraham era un hombre bueno, una persona tan decente que su honestidad no merecía ser puesta en duda por nadie. Un día, de forma incomprensible, Dios tentó a Abraham y le dijo: “Toma a Isaac, tu único hijo, y ofrécemelo en holocausto”. Abraham subió a la montaña, ató a Isaac y lo puso sobre el altar de los sacrificios, convencido de que aquello no era más que una prueba del Altísimo, pues pensaba que Éste no iba a desear la muerte de un muchacho tan noble como Isaac. Así es que Abraham tomó el cuchillo, levantó su mano y así permaneció durante tres minutos esperando el feliz desenlace, y en el último momento, cuando ya estaba a punto de girar el brazo contra sí mismo y suicidarse, un Ángel del Señor lo mandó detenerse. Dios había visto sus intenciones y respiró tranquilo, no hubiera podido confiar en alguien tan estúpido de matar a su propio hijo.
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