El viejo Sergio

Ya nada me interesa – me dijo un día.

Yo no entendí en ese momento. Traté de desviar el tema, recurso que empleamos todos los seres humanos cuando nos incomoda la conversación y no sabemos qué decir.

Caminaba muy despacio. Arrastraba los pies. Llegaba cansado como quien viniera desde lejos, cuando en realidad se trataba de unas pocas cuadras.

Enfundado en su “camperón” de abrigo azul, una bufanda y un gorro, apenas asomaban sus ojitos. Se escondía entre los laureles de la Plaza, trasladando su cuerpo como las agujas de un reloj para no perder la sombra.

El médico me indicó que no tomara sol, podría traerme cáncer – explicó un día para justificarse.

¡Pero Sergio! Un poco de sol también es bueno – le contesté. Es necesario para la vitamina D.

Desde ese día cambió. Como un chico obediente se traía la silla y se ponía al sol hasta que en su cabeza pelada brotaban las gotitas de transpiración. Hervía, sin duda.

Flaco, muy flaco. Debajo de sus varias capas de ropa como cebolla  dejaba entrever  la piel arrugada sobre los huesos.

Hablaba con voz muy suave, tan tenue que casi no se escuchaba; era como un susurro que obligaba a poner la oreja a su lado. Más de una vez le pedíamos que repitiera no sin antes pedirle disculpas por no haberlo entendido.

Mostraba la rigidez e impertinencia de la vejez. Era lapidario en sus conceptos. Tanto que lo nombramos Presidente del Partido Radical Intransigente. Como esos perritos falderos que al volverse añosos tiran «tarascones» en posición defensiva cuando alguien quiere tocarlos. Tal vez para hacer notar su presencia.

Con el tiempo ya ni eso. Se fue apagando poco a poco. Su mirada se tornó perdida. Sus ojos vidriosos, fijos, con un halo senil marcado. Ya no hablaba de política, ni de deportes, ni de cine. Mientras los demás polemizábamos,  el permanecía distante, desconectado. Hasta que alguien nombraba la palabra “avión”, ahí volvía a la tierra como respondiendo a la voz de un misteriosos llamado. Es que lo único que lograba su atención eran los accidentes aéreos.

Un día fue un niño que jugaba y corría, llenando de bullicio y alegría la casa de padres y abuelos. Un día fue a la escuela, luego al liceo con sus primeros pantalones largos,  estudió, rindió exámenes. Tuvo compañeros y amigos, hizo deportes y travesuras. Un día se enamoró y conoció el amor. Dicen que era muy guapo el “flaco”. Un día – siguiendo su vocación – empezó su tan anhelada carrera de piloto, la que supo ejercer con maestría y dedicación hasta jubilarse. Un día se casó, formó un hogar, tuvo hijos, después nietos. ¡Cuántas cosas vividas!

Un día se dio cuenta que todo eso pasó. Como un soplido. Que aquellas preocupaciones cotidianas carecían de sentido. Las discusiones banales, las peleas triviales, las ofensas con familiares, compañeros y amigos, todo dejó de tener la tan tremenda importancia que entonces le dio. Un día entendió que su afán por estar informado sobre  las noticias nacionales e internacionales, tampoco tenía trascendencia. Ni la defensa de aquellos ideales que tantos activistas proclaman y entregan luego por un cargo.  Ni  sus desvelos por  quien gobernaba, las falsas promesas de turno, los crecientes impuestos y la progresiva intolerancia.  Pasaron los partidos políticos, vino y se fue la dictadura, volvió la democracia, y todo siguió igual. Un día se dio cuenta que ya no había sueños. Un día se dio cuenta que “los de afuera son de palo” y lo único importante es vivir para sus afectos y luchar por ellos. Hasta que los afectos se fueron yendo y las fuerzas se extinguieron.

Y ahí estaba el “flaco”, en la Plaza, con la mirada perdida en el mar, decolando en su último vuelo, sin que a su alrededor nos diéramos cuenta que sus “tarascones”  eran su forma de despedirse.

Quizás no quisimos verlo. Es la irremediable e ineludible historia. Ya llegará el cansancio, las ausencias y el desinterés.  Arrastraremos los pies, nos volveremos irascibles, y un día, de un momento a otro, partiremos. Con la venia de nuestros familiares directos que sentirán el alivio por librarse de un viejo cargoso y cascarrabias.

 

Feinman

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