En el Banco Inglés

“ El Banco tiene un perímetro de unos 79 kilómetros encerrado en un área de más de 17.000 hectáreas en que el promedio de su sonda es de alrededor de cinco metros y este considerable espacio representa algo así como las tres cuartas partes del departamento de Montevideo”

Bertochi Moran

                                                                                    “Banco Ingles”

“ En sus sorpresivas bajantes el mar desaparece y se transforma en una llanura arenosa. Muchos marinos confundidos por el fenómeno perdieron la vida al descender confiadamente al limo traicionero donde su embarcación ha quedado atrapada”

Marcos Sarrastea.

“Historias del Banco Inglés”

La historia me la contó un tripulante del Zapican, un remolcador de altura de la Administración Nacional de Puertos, y yo se la creí. Fue en el club Pescadores de Montevideo hace un montón de años. Por entonces yo tenía cincuenta y dos y el hombre pasaba holgadamente los ochenta.
Estábamos al final del asado de los viernes, pescadores, socios, amigos e invitados ocasionales, bastante específicos, solían acompañarnos.
“El ronco”- tal el apodo con que Juan, el socio más viejo del club, reconocía a quién ahora tenía a mi frente.
Ocupábamos una mesa algo alejada del moderado bullicio de quienes jugaban al truco.
Éramos cinco “veteranos” del que yo resultaba el más joven. Aníbal y Esteban me seguían con su generosos setenta y pico.
El vino, a esa hora de la noche, dividía a los contertulios. Despertaba algarabía en unos y una leve y amable melancolía en otros.
Hablábamos de barcos y naufragios. Frente a “el ronco” reconocíamos nuestro carácter de marineros de agua dulce y guardábamos pudorosos nuestras sencillas y siempre exageradas experiencias.
– Contáles lo del Banco Inglés, Ronco- terció Juan- mientras completaba su vaso y el suyo propio con el recio tintillo.
Por alguna razón se me ocurrió pensar que no lo haría. Acaso por el silencio incómodo que se produjo al no responder a la solicitud de su amigo.
Lentamente llevó su vaso a la boca y lo vació de un trago. Después, con la misma parsimonia, empezó a contar.
La cosa empezó un domingo de mañana en el Muelle Mántaras, la gente lo conocía como el cementerio de barcos- aclaró- y allí estaba fondeado el Zapicán desde hacía un par de meses por una “revisada” de máquinas que resultó más complicada de lo que creíamos.
Finalmente el sábado quedó pronto. Solo faltaba una navegación de prueba que el Patrón, Don Amilcar, decidió fuera el domingo.
Como el Zapicán estaba” liviano” y la vuelta corta, solamente seríamos tres a bordo. Amilcar,
Masullo, que era ingeniero de máquinas, y yo, que era el más viejo y el que más tiempo había navegado en el “Zapi”.
A punto de soltar amarras apareció el Cholito en el borde del muelle.
– ¿ El Cholito?- pregunté yo e inmediatamente me arrepentí de haber interrumpido su relato.
El me miró pensativo, como recordando y después, con esa misma expresión me respondió-¿ O se preguntó a si mismo?- con voz aguardentosa.
– ¿ El Cholito?…si…si…el Cholito… venía siempre, y nos quedaba mirando hasta que zarpábamos. Ya no nos pedía que lo lleváramos, le habíamos dicho que estaba prohibido un montón de veces. ¿Y porqué le dije esa vez si quería dar una vuelta? Acaso por lástima de verlo siempre solo. Tendría entre quince y…menos de dieciocho…para peor era menor. Oscurito y flaco siempre andaba con una pelota de goma vieja dando vueltas por el muelle. Se veía que su familia no se preocupaba mucho por él. Si es que la tenía.
Don Amilcar puso cara de sorpresa pero no me dijo nada. Era menor que yo y a pesar de ser el patrón me respetaba mucho. Masullo , mucho más joven, no me dio tiempo de arrepentirme.
-¡ Dale Cholito!- le gritó entusiasmado-¡ Subite que nos vamos!- y lo recibió ofreciéndole una bolsa llena de pan con grasa.
Soltamos amarras y dejamos el muelle lenta y silenciosamente. Apenas los golpes amortiguados del motor que Masullo controlaba atentamente.
El Zapicán se deslizaba poderosamente contenido entre viejos barcos a medio desguazar, barcazas de otro siglo y un viejo hidroavión de CAUSA hundido a medias y que ya no volvería a volar.
Entre silencios que nadie interrumpía, el ronco levantaba el vaso que Juan le ofrecía.
Por un instante, observando su miradas, tuve la sensación de que el narrador dudaba. No por la verdad de su historia sino por el incierto beneficio de contarla. Y entonces aparecía Juan acercándole el vaso. Apuntalando la necesidad de que lo contara todo.
El domingo había amanecido gris y con lloviznas-prosiguió- todo el puerto parecía vacío. Nadie nos había visto salir. Al dejar atrás la escollera Sarandí recuerdo que ni siquiera un pescador, de los que nunca faltan, tendía su línea o levantaba sus brazos a modo de saludo.
El tiempo mejoraba rápidamente. Navegábamos sobre un mar calmo y un cielo despejado. Masullo, bajo cubierta ,controlaba presiones y temperaturas, eventuales pérdidas de lubricante o combustible, pero sobre todo, escuchaba los poderosos golpes de los pistones. La sincronía era la mejor respuesta al trabajo de tantas semanas.
Yo preparé el mate y me fui a sentar con el Cholito, al lado del cabrestante de proa donde le habíamos dicho que permaneciera.
Detrás de nosotros, desde el puente de mando, inmóvil, con sus manos invisibles sobre el timón, Amilcar gobernaba.
La idea era poner rumbo a la Isla de Flores y regresar a puerto exigiendo en esos tramos el máximo rendimiento de motores.
El Cholito hablaba poco, a la vista del faro de la isla, del que pasamos muy cerca, pareció animarse. No se desprendía de la pelota como si fuera una especie de cariñosa mascota.
Rodeamos la isla y emprendimos el regreso.
Todo parecía estar bien. Masullo se nos había unido. Miraba cada tanto el humo de la chimenea que era la prueba visual de una excelente combustión.
Entonces ocurrió. Todos sentimos el deslizar de la quilla sobre la arena y el inmediato corte de máquinas que impuso Amilcar.
Al silencio absoluto que siguió al incidente, crujió la madera del casco al escorar lentamente a babor.
Nada podíamos hacer. Amilcar me ordenó desde el puente que tirara el ancla.
La escora era cada vez mayor y de pronto, el Zapican, ante nuestro asombro, quedó apoyado sobre la arena en insólito ángulo.
Amilcar fue el primero en saltar en arriesgado intento por saber si el timón y las hélices habían sufrido daño. Lo siguió Masullo y por último yo mismo. La arena resultó consistente, apenas nos hundimos hasta la altura de los tobillos, corrimos con mucha suerte.
El lecho arenoso y la ausencia de rocas permitieron que el Zapican no sufriera averías.
– Bueno-dijo- Amilcar más calmo después de la inspección- ahora a esperar que este maldito Banco nos suelte pronto.
Hasta donde llegaba nuestra vista el mar se había retirado. Restos de embarcaciones afloraban en el increíble paisaje. En algún momento, tal era mi asombro, llegué a creer que eso no estaba ocurriendo.
Pasaba el tiempo. Habíamos dejado que el Cholito nos acompañase para no dejarlo solo a bordoLo recuerdo feliz y conriente corriendo tras
la pelota en un improvisado “picadito” con Masullo.También recuerdo la advertencia de Amilcar.
– Tengan ojo muchachos…no se alejen…miren que la marea sube en cualquier momento.
Y me parece estar viendo la pelota impulsada por la patada de un entusiasmado Masullo volar muy alto.
Y tras ella, con idéntico espíritu, el Cholito persiguiéndola.
De pronto, sin el menor aviso, la marea comenzó a crecer. La sentimos como un fluir continuo y ominoso acercándose al Zapican con velocidad creciente.
De un salto nos trepamos a la cubierta.
Masullo, a unos treinta metros, dudaba. El Cholito corría aún tras la inalcanzable pelota.
Gritamos hasta desgañitarnos. Masullo parecía no escucharnos. Por fin giró bruscamente y corrió con desesperación
hacia nosotros. Tendimos nuestros brazos y lo subimos de un tirón.
Después todo fue mar.
En la corta navegación de retorno nos preguntamos muchas cosas ¿Qué hacer ahora? ¿Cómo explicar lo inexplicable? ¿Porqué llevamos al Cholito a bordo? ¿Nos creerían la historia? Decidimos esperar hasta llegar a puerto. Si alguien hubiera tenido noticias de lo sucedido sin duda nos estarían esperando.
Nada de eso ocurrió. Amilcar hizo los despachos correspondientes y dejó al Zapican pronto para el servicio.
– Nos vemos mañana a las seis-ordenó Amilcar.
– Mañana a las seis-respondimos.
Me daba cuenta que el relato, así de abrupto, había terminado. Que el ronco no agregaría una sola palabra a su dilatada confidencia.

Juan fue el primero en levantarse. Le pasó un brazo por los hombros y le palmeó cariñosamente la espalda.
Y se fueron juntos con incierto paso.
Sobre la solitaria mesa de truco, cartas, porotos, un cenicero repleto y vasos sucios.
Fuimos los últimos. En la noche oscura y fría la luz cronometrada del Faro de Punta Carretas nos despedía indiferente.

Elbio Firpo
Mayo del 2019

 

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