Es poco probable que un lector distraído que ingrese a nuestra página se detenga en la historia narrada. Si así ocurriere y leyese hasta el final, podría concluir que lo afirmado por el escritor, en cuánto que se trata de un hecho real, es solo una propuesta más de “ anzuelo”publicitario.
Escribirla fue tan solitario y triste como lo era el faro de José Ignacio en la década del sesenta.
Regresaba al almacén de Clavijo a la hora del crepúsculo después de una larga caminata. Piedra y techo de quincho, dos ventanas estrechas, un bar oscuro con un par de mesas, un espejo manchado donde se recostaban algunas botellas de caña Ancap y John Bull brasilero.
Allí pasábamos los días de enero al fondo de la única construcción cercana al faro que se mantenía en invierno gracias a los pescadores artesanales, y en verano con nuestro aporte. Éramos cuatro, yo el más joven, por esos días cumplía veintiun años.
A medida que me acercaba me llamó la atención una vieja camioneta en el amplio estacionamiento, casi siempre vacío, que circundaba el faro.
El sol se había puesto, sus últimos rayos alcanzaban a iluminar el vehículo en cuestión pero la playa estaba casi en penumbras. Percibí sin embargo, forzando la mirada, que alguien venía en sentido contrario, apenas una mancha más oscura acercándose lentamente.
Recuerdo pensar– reflejo de mi inveterada timidez- que ante el cruce inminente, debería intentar alguna especie de saludo, un brazo en alto, o acaso iniciar un brevísimo diálogo sin detener el paso.
No era un pescador noctámbulo ni un viajero perdido, era Ana. Venía desde San Carlos donde vivía a recorrer la playa como lo hacía habitualmente. No hubo necesidad de presentaciones ni saludos, el diálogo empezó naturalmente y se prolongó hasta que se hizo noche y nos despedimos antes que subiera a su añosa camioneta.
Si hubo algo antes de Ana que despertara mi interés se borró aquel verano.
Llegaba al fin de la tarde. Yo la esperaba recostado en una duna mientras ella se apresuraba con un pequeño bolso y cruzaba descalza el áspero piso del estacionamiento hasta llegar corriendo a la arena.
Caminábamos de espaldas al ocaso precedidos por nuestras largas sombras.
En algún punto nos volvíamos y nos deteníamos en la ilusoria protección de una abandonada caseta de pescadores.
Nunca cuestioné la brevedad de los encuentros.
Apenas una sutil confidencia de su vida, soledad y desamparo tras una conflictiva separación, me impedían siquiera mencionarlo.
Dos días antes de mi regreso, presintiendo la separación, nos demoramos mucho. Dejamos la amable incongruencia de la pobre caseta como si abandonáramos un abrigado y cálido refugio.
En la oscuridad de la noche caminamos abrazados guiados por los destellos del faro.
Al llegar al estacionamiento, iluminado por luces de mercurio, se detuvo bruscamente mirando fijamente la camioneta con demudado rostro y expresión de pánico.
-¿ Que pasa Ana?- pregunté sorprendido por la inesperada reacción y el brusco apretar de sus manos que abrazaban mi cintura.-
¡La camioneta!- dijo- ¡ Yo no la estacioné allí! ¡Alguien debió moverla! ¡Alguien la cambió de lugar!
-Pero Ana…por favor… ¿Quién pudo hacerlo?…solo estamos nosotros… piensa un poco…¿ No estarás confundida? …puede ser cansancio… no has parado en todo el día…y ya es tarde…
-¡No!- dijo tajante- ¡Te digo que alguien la movió!
Y antes que pudiera evitarlo ya estaba acelerando rumbo a la oscuridad del camino.
-¡ Mañana!- me dijo casi gritando- ¡ Mañana a la misma hora!
Las horas del último día junto al faro pasaron lentamente. Al crepúsculo, con el sol todavía sobre el horizonte, me recosté sobre nuestra amigable duna disfrutando la espera.
Me divertía pensando en su compungido rostro al excusarse por su insólita reacción. Entonces la abrazaría tiernamente y caminarían como de costumbre y como de costumbre se amarían en la vieja caseta y se pasarían números telefónicos y direcciones para fortalecer, aún en la distancia, su amorosa relación.
Pero el sol cayó implacable sobre el límpido horizonte de enero y lo sustituyó la noche, los destellos del faro y la soledad del iluminado estacionamiento.
El viejo Clavijo nos despidió ofreciéndonos una picada con caña y pitanga. Mis amigos, que habían vivido mi historia, “ cargándome” cada día con bromas de grueso calibre, esa última noche estuvieron sugestivamente callados.
Y Juan Weiss, el más viejo y querido de mis amigos, tenía una mirada húmeda y tristona, que nunca se me ocurrió calificar.
Tristeza, frustración y resentimiento me acompañaron por largos meses. El paso del tiempo morigeró aquellos sentimientos pero nunca quedaron de lado.
Más de treinta años después de lo ocurrido, una tarde invernal del noventa y siete, nos reunimos con Juan, al que veía ocasionalmente en su taller de artículos relacionados con el submarinismo.
Acepté su invitación a tomar una copa de whisky para entibiar el ánimo en la desapacible tarde.
Una copa trajo la otra. Y otra habilitó la lenta procesión de confidencias.
Más resistente al alcohol que yo, Juan me observaba en silencio con los mismos ojos que me había mirado la última noche en el almacén de Clavijo. Una especie de confesor compasivo que parecía estar allí para asentir mi larga declaración.
Imposible pasar por alto mi desgraciado y frustrado romance con Ana. Y fue el resentimiento antiguo, la frustración y el despecho y aun el insulto, los que surgieron con inusitada furia.
Juan detuvo mi impulsiva verborragia con la palma abierta de su mano. Dio unos pasos hasta una desvencijada biblioteca y rebuscó entre estantes polvorientos. Volvió con un viejo ejemplar de un diario rochense y lo desplegó ante mi.
Sobre la amarillenta superficie de la primera plana la foto de Ana sonriendo. En gruesas letras de molde el luctuoso titular.
“Hallaron el cuerpo sin vida de Ana (se omite apellido) apuñalada por su ex esposo en camino vecinal próximo al faro de José Ignacio “
Elbio Firpo.
Agosto del 2021.