Hay una flor singular, de pétalos diminutos y blancura exquisita, que crece en los desiertos de Argelia y cuyos ramilletes entretejidos entre los rizos púbicos de las novias se usaban antiguamente en las bodas nómadas. Su aroma azucarado, mezclado con el sudor que transpiraban las jóvenes vírgenes bajo sus trajes, no tardaba en llegar a la nariz del esposo, encendiendo bajo su cintura un fuego tal que, al caer la noche, garantizaba la consumación exitosa del matrimonio. Sin embargo, pocos conocían hasta ahora la existencia de una especie minúscula de araña que anida en los pistilos de estas flores y que, en ocasiones, ejercía de invitado imprevisto en el lecho marital, llegándose a colar en lugares más recónditos donde soltaba sus huevos y moría. La presencia de este parásito no se detectaba hasta meses después del enlace, cuando la esposa alumbraba a un bebé envuelto en crisálidas y -solo a veces- parcialmente devorado por sus hermanas artrópodas.
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