Heracles

Zeus era muy castigador. Por mala conducta, vendió como esclavo a su hijo
Heracles, que después, en Roma, se llamó Hércules.
Heracles fue comprado por Onfale, reina de Lidia, y a su servicio liquidó una
serpiente gigante, lo que no exigió un gran esfuerzo a quién despedazaba
serpientes desde que era bebé, y castigó a los mellizos que en las noches,
convertidos en moscas, robaban el sueño de la gente.
Pero a la reina Onfale no le interesaban ni un poquito esas proezas.
Ella quería un amante, no un guardián.
Pasaban encerrados casi todo el tiempo. Cuando se mostraban, él
lucía collares de perlas, brazaletes de oro y coloridas enaguas que
poco duraban, porque sus músculos reventaban las costuras, y ella
vestía la piel del león que él había asfixiado con sus brazos, en Nemea.
Según se decía en el reino, cuando él se portaba mal, ella le pegaba
con una sandalia en el culo. Y se decía que en los ratos libres, Heracles
se echaba a los pies de su dueña y se distraía hilando y tejiendo, mientras
Las mujeres de la corte lo abanicaban, lo peinaban, lo perfumaban, le
daban de comer en la boca y le servían vino a sorbitos.
Tres años duraron las vacaciones, hasta que Zeus, el papá, mando que
Heracles regresara de una buena vez a su trabajo y culminara sus doce
hazañas de supermacho universal.

Eduardo Galeano. Espejos. Una historia casi universal.

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