Hermano

Mi hermano se muere. Es posible que no pase de esta noche. El cáncer de estómago que lo devora terminará con él después de casi tres años de lucha. El cáncer ha sido el pretexto para que el único integrante de la familia con el que me siento identificado me avisara de la situación a que se enfrentaba. Para entonces ya estaba prevista la segunda sesión de quimioterapia y su internación en La Española.  Me rogó encarecidamente que no le dijese – en caso que decidiera ir a verlo – como me había enterado. Percibí  que Fabrizzio, su yerno, casado con su hija mayor, seguía teniéndole el temeroso respeto que despertaba en él mi hermano. Nunca estuve seguro del término respeto, en relación a su suegro, pero si del temor que desde niño despertaba en su ánimo. De hecho, en todos los niños, incluso en mi hija. Para mi hermano solo existían como seres dignos de respeto sus propias hijas. Y tenía tres. Ni siquiera su mujer entraba en esta calificación.

A pesar de vivir a pocas cuadras hacía mucho que estábamos distanciados.

Agradecí a Fabrizzio su llamada y lo tranquilicé en cuanto a que no revelaría a nadie como me había enterado de su enfermedad. Porque no tenía dudas de que iría a verlo.

A las diez de la noche entré en su lujosa habitación. Estaba de espaldas a la puerta sentado en una butaca al lado de la cama. Una pequeña computadora indicaba en dígitos verdes el paso de la medicación que gota a gota ingresaba en su organismo. Una veladora iluminaba la cálida estancia. Me detuve en silencio observándolo. A su frente el amplio ventanal y las titilantes luces de la ciudad extendiéndose bajo la altura del  octavo piso. Giró su cabeza y extendió su mano ajustando alguna perilla del moderno instrumento que al que estaba conectado. Recortado en la contraluz de la veladora reconocí su aquilino perfil tan parecido al mío. Moví los pies con ligero arrastre para que descubriera mi presencia.

-¡Loco!..-me dijo con una sonrisa-  ¿Cómo te enteraste que estaba acá?

– Mi amigo el urólogo –mentí – me dijo que había un Saldías internado en oncología, como no es un apellido muy común calculó que podíamos ser parientes…hace años que es médico aquí…buen amigo pero cuando necesite un recorte de próstata –bromeé – buscaré un especialista que no sea tan buen pescador como él.

Creo que ambos nos alegramos de vernos. Roberto tiene sesenta y ocho años, cinco años mayor que yo, y a pesar del evidente parecido entre nosotros sus rasgos son regulares. La herencia nasal italiana lo ha favorecido con un imperceptible quiebre. Mi apéndice facial, por el contrario, es un despeñadero abrupto de desigual geometría. De su atractivo rostro sus ojos marrones aparecen velados por un brillo opaco, como esos lagos oscuros que medran al borde de las canteras abandonadas  cuyo fondo adivinamos cenagoso y lleno de peligros.

A partir de entonces comencé la larga jornada del último encuentro.

.

 

La internación duró dos días. Inevitablemente volví a ver a mi cuñada. Al principio las visitas a su casa eran esporádicas. A medida que la enfermedad se extendía comenzaron a ser más frecuentes. Mis sobrinas eran ya mujeres hechas y derechas, dos de ellas casadas y con hijos, la más joven se casaría  a fines de setiembre. Recobramos una relación familiar que ninguno había buscado y que – lo sabía con certeza – volvería a cortarse cuando lo inevitable ocurriera.

Educación, cortesía y un lejano y tibio afecto, hacían las reuniones amables, incluso, pese a las circunstancias, divertidas. El largo intervalo en que nada supimos de nuestras vidas, obligó a buscar en el pasado motivos de conversación.

En el living de techos altos, arde la estufa a leña. Arroja sobre las paredes sombras inquietantes. Me miran con ojos grandes y asustados. Escuchan con deleitable terror mis cuentos que improviso sobre la marcha. Árboles que caminan devorando niños perdidos en el bosque, arañas monstruosas escondidas en el sótano, vampiros y brujas. Desde la cocina distante, las voces  llegan apagadas. Cada tanto, cuando el relato se pone particularmente horrendo, miran hacia allá, hacia la seguridad de la luz, el abrazo protector de la abuela, la sonrisa barbada del abuelo, las bruscas caricias babeantes del boxer que no dejan pasar al living. Por un instante casi se deciden, pero hay un largo trecho a recorrer antes de llegar. Las bocas oscuras de los dormitorios acechan para impedírselo. Entonces se acercan más, ponen sus manitas sobre mis rodillas y no separan sus ojos de los míos.

Mi hermano soporta increíblemente su tercera sesión de quimioterapia. Es un hombre fuerte. Los médicos están asombrados. Ni un mareo, ninguna nausea. Maneja su cuatro por cuatro apenas sale de La Española y se va al establecimiento ganadero que tiene en Lavalleja. Hablamos mucho por teléfono. Me sorprende la absoluta indiferencia cuando me lee el resultado de su última radioscopia. La sonda gástrica ha determinado que la dura excrecencia que tiene en su estómago comienza a colonizar el hígado y compromete otros órganos. No hago comentarios. El tampoco. Me pregunto si es ignorancia o una piadosa maniobra de su cerebro ante la realidad incontrastable.

Esa tarde volvimos a reunirnos en su apartamento. Está sentado en el centro del grupo familiar. Yo estoy a su lado en el amplio sillón de tres cuerpos. Mis sobrinas, sus esposos y sus hijos, nos rodean manteniendo una distancia respetuosa. Él reparte la conversación como si fueran cartas pero prácticamente los diálogos entre los contertulios no existen. Mis bromas provocan risas que mis sobrinas, pudorosamente, tapan con sus manos. Por unos minutos paso a ser el centro de atención. Insisto en mi intención de aligerar el ambiente ligeramente opresivo. Fabrizio, esposo de la hija mayor, me apoya retrucándome en uno de mis intentos. Mi hermano se ha sumido en un silencio incómodo. Parece un niño que ha decidido llevarse la pelota porque los presentes  han quebrado las reglas del juego. Se han pasado el esférico entre ellos sin pasársela al dueño. Tiene los ojos nublados y una dura expresión en el rostro. La reunión se termina. Por lo menos para mí aunque no hace media hora que he llegado. Modula una frase que pretende ser de sorpresa. – ¿Tan pronto? ¿Que tenés que hacer? Pero no insiste. Me acompaña hasta la puerta. Probablemente se encierre en su dormitorio con su nieta menor de tres meses. La acunará hasta que se duerma mientras le musita a media voz cuanto la quiere. Se quedará hasta que su enojo se disipe.

 

 

 

Es la primera vez desde el reencuentro, y de eso hace un par de meses, que muestra su verdadera personalidad. Apenas un atisbo a las causas que en algún momento provocaran nuestra separación. Manténgalo en la vitrina – me había  aconsejado el sicólogo al que por mediación de mi hermana menor, había acudido. Y si es posible-había agregado- en un frasco bien cerrado. Por entonces yo había salido de una dura separación y vivía en un pequeño apartamento. Lo más lamentable del duro quiebre que significó el divorcio fue separarme de mi hija. A pesar que la veía regularmente todos los fines de semana me acuciaba el temor de que en algún momento, cuando la influencia de su madre y abuela, empecinada y constante, germinara como la cizaña en su permeable inocencia, la alejarían de mí para siempre.

El “balneario”  está lleno de gente. Desde el alto quinchado de la parrilla un humo con olor a asado predispone los jugos gástricos de la concurrencia que a esa hora de la mañana de Enero se presenta luminosamente cálida. En realidad el término balneario es el amable eufemismo para definir el ensanchamiento del arroyo San Francisco al que se ha provisto de una balsa y coloridas boyas. La parte más honda – alcanza los tres metros – tiene dos hermosos trampolines que se extienden sobre las aguas color sepia de la tranquila corriente.

Mi hermano está en el más  alto. Tiene doce años y se prepara para realizar un salto. Mi padre lo mira orgulloso. Mi hermana menor rodea la pierna de mi madre mientras se chupa el dedo pulgar. Yo miro fascinado los precisos movimientos previos, el cuerpo erguido, la firme determinación de su mirada, la exacta medida de sus pasos cuando inicia el desplazamiento hacia la punta de la tabla.

El breve pero lacerante sentimiento de que mi hermano es el preferido de nuestro padre me acongoja un instante.

Suspendida en el aire la figura quiebra, con elegante sincronía, el efímero vuelo, después, como una aguja se hunde en el agua.

Corro hacia mi hermano y me abrazo a la frescura húmeda de su cuerpo.

– En cuanto dejes el flotador – me dice sonriendo – te enseño a saltar.

Mi hermano es el mejor de todos y yo lo adoro.

La enfermedad ha comenzado a hacer estragos. Todavía maneja pero camina cada vez más despacio. La tez va adquiriendo un tono ceniciento, los ojos se repliegan sobre las órbitas y ha perdido mucho peso. Sin embargo sigue negando las pruebas del avance inexorable sobre su cuerpo. Espera terminar con una última sesión de quimioterapia para recuperarse totalmente.

Son las tres de la tarde. Mi hermano duerme una siesta prolongada y febril. Estamos solos con Nelsa esperando que despierte. Las gruesas alfombras de lana aumentan el hermético silencio del departamento. Mi cuñada ha sido siempre un enigma. Mis padres y hermana aseguraban que era la gran causante del daño mortal que había sufrido nuestra familia. Yo nunca estuve muy seguro. Su rostro fue siempre inexpresivo. Y el término popular, como una esfinge, nunca estuvo mejor aplicado. No era una mujer linda. Para mi gusto, ni siquiera en su juventud la había encontrado atractiva. La gracia, el humor o la simpatía, tampoco se contaban entre sus méritos, ni heredados ni aprendidos.

 

 

 

Al igual que su esposo, estaba “distanciada” de sus cuatro hermanas por razones que desconocíamos, aunque el término resulte, bastante benévolo.

Ahora, intentando mantener una charla que languidecía, me encontré hablando sobre mi  vida, como un abogado defensor de su propia conducta, al que hacía muchos años habían condenado. Hablé a aún a sabiendas que la impasible figura que tenía enfrente me escuchaba con la misma sensibilidad que poseen las piedras cuando las moja una llovizna pertinaz. Apenas un movimiento de péndulo ligeramente perceptible de la cabeza, más mecánico que comprensivo.

Detuve mi monólogo cuando mi hermano, reflejada su imagen en espejo que tenía enfrente, vino hacia nosotros.

  • Hace mucho que estás?…Me hubieran despertado. No dormí. Apenas descansé un rato.

Se dejó caer fatigado sobre uno de los sillones.

Por un momento pensé – ¿Me habrá estado escuchando?   Me arrepentí inmediatamente. Es un hombre enfermo – me dije – y me acordé de nuestro padre agonizante. La misma  enfermedad. Herencia que no nos dejaba llegar a los setenta. Pero había una diferencia, mi viejo se moría, larga y blanca cabellera, la misma aquilina nariz, los ojos grandes. Los ojos. Ahí estaba la diferencia. Si es cierto que son el reflejo del alma, aquellos aceptaban lo inevitable, se entregaban transparentes a lo inexorable, cansados pero amables, agradeciendo las cortas visitas de sus hijos, adivinando la premura por abandonar el dormitorio casi en penumbras y regresar presurosos a sus iluminados apartamentos.

Recuerdo el diálogo de aquella tarde. Estábamos solos. La luz de una portátil al lado de la cama iluminaba la mitad de su rostro. Sobre la pared su perfil inmóvil se agiganta. Un dolor persistente se acentúa desde hace días en su abdomen. Debe ser fuerte. Mi padre no suele quejarse. Sin embargo, a insistencia de su médico, ha aceptado tomar un analgésico que es apenas efectivo para calmar una jaqueca fuerte.

Hasta entonces, tres años habían pasado, nunca habíamos nombrado el mal que lo aquejaba. Suponer que no lo sabía o que no quería saberlo, estaba fuera de discusión. Mi padre era inteligente. Ateo irreductible y pragmático,  podía considerársele, a su manera, un hombre culto.

Me quité el saco y la bufanda. Ardía una estufa a gas. Desde la cocina los ruidos apagados de María atareada en la cocina. Desde la muerte de nuestra madre mi padre se había obstinado en su autosuficiencia. Finalmente se había rendido cuando sus piernas apenas podían trasladarlo de su cama al baño. María – todas las buenas domésticas parecen llamarse María – una mujer bajita de piel oscura y acento fronterizo, venció en poco tiempo las reticencias de mi padre. En nuestra presencia permanecía callada. Pero yo sabía que tenían largas charlas y que eran sinceras sus morigeradas muestras de afecto.

 

.

 

– Como está afuera – preguntó cuándo me acerqué a darle un beso.

– Frío, viejo, muy frío…acá está calentito.

– Recién se fue Roberto. Le comenté que me dolía el estómago.

– ¿Y…?

Hizo una pausa. Como si no estuviera convencido de lo que iba a decir.

– Me dijo…que cómo no me iba a doler si allí tenía el cáncer.

– La entrada de María ofreciéndonos un té y la intrascendente charla que mantuvimos me permitió evitar una respuesta.

De regreso a casa, deseché de plano que la contestación de mi hermano respondiese a una crueldad calculada. El enfrentamiento que mantenían desde hacía años, más el hecho de que no había estado presente me convencieron de que mi padre había exagerado. Quizás no totalmente consciente. Consideré que su sensibilidad, agravada por su enfermedad, había magnificado las intenciones de Roberto donde la iniquidad, seguramente no había existido.

No pude menos que recordar aquel año.

Yo estaba en el exterior. Me enteré tardíamente de lo ocurrido por mi hermana y por el propio Roberto.

Ambas versiones  diferían totalmente. Tuvo que ver con la Empresa familiar fundada por mi padre y la intención de Roberto de fundar su propia Compañía para lo cual deberían dividirse los activos. Finalmente mi hermano se quedó con la Firma acordando la entrega de una determinada suma de dinero.

Nunca sabremos que fue exactamente lo que le dijo mi madre, hasta entonces   testigo mudo de la tensa relación entre su esposo y su hijo mayor. Casi inmovilizada por una afección vascular, sola la mayor parte del tiempo, parecía haber perdido toda relación con el mundo que la rodeaba. Tenía sin embargo extrañas y lúcidas intervenciones que recordaban a la mujer que había sido, cariñosa y tierna, y, al mismo tiempo,  capaz  de iluminar con una sola frase nuestras incertidumbres. En particular las de mi padre, más proclive a perderse en disquisiciones morales y afectivas, propias de su carácter conciliador, impidiéndole tomar decisiones o tomando las equivocadas, aún a sabiendas que tarde o temprano, se volverían en su contra.

Mi padre llegó a la tardecita. La encontró inmóvil frente a la ventana. La luz agónica del crepúsculo iluminaba su delicado y cansado rostro.

–  Roberto dice que no va a venir más.

  • ¿De que hablás, Chiquita, que estás diciendo? ¿Tomaste la medicación?

-…que no vamos a volver a ver a las chiquilinas…

–  No sé porque te iba a decir eso…no tiene sentido…discutieron por algo?

– Le dije lo que nos había hecho…se enojó mucho…se fue dando un portazo y me dijo…no las van a ver más…no las van a ver más…

Mi hermano cumplió su promesa.

Nunca más se detuvo su Mercedes frente a la casa. Pasaba sin embargo a diario frente a las ventanas donde mi madre convalecía. Jamás volvía su cabeza. Sus hijas en el asiento trasero levantaban sus bracitos y gesticulaban alborozadas. Quiero suponer que también ellas sufrirían la separación.

 

 

 

Nuestros padres murieron casi al mismo tiempo. Como suele suceder con matrimonios de muchos años. Primero fue mi madre. Su corazón se detuvo al principio del otoño. Un mes después mi padre. Recuerdo el reloj de péndulo sobre la cabecera de su cama articulada que habíamos armado en el comedor familiar que daba a la calle. La luz natural parecía menos lúgubre que el solitario dormitorio donde  agonizaba.

El reloj fue el único objeto que me llevé de mi casa paterna. No tuve necesidad de reclamarlo. Nadie lo quiso.

La entereza con que mi hermano enfrentaba la muerte iba pareja con la crueldad que mostraba hacia nosotros. Al principio pensé que era consecuencia de su enfermedad. Pero entonces no pude menos que comparar la serena partida de mi padre. Su  transparente mirada que lo decía todo sin necesidad de hablar. Aquella nos provocaba una tristeza profunda que disimulábamos con diálogos superficiales que mi padre advertía, pero aceptaba agradecido. Su insistencia en que nos fuéramos –vayan que no necesito nada –decía – y nosotros lo dejábamos al mortecino resplandor de la portátil que apenas iluminaba los oscuros cuadros de las paredes.

– De este cáncer no me voy a morir…de cualquier cosa menos de esto…- musitaba mi hermano pugnando por pasar con nuestra ayuda de la cama a la reposera. El  traslado se hacía cada día más difícil y no tardaría en hacerse imposible.

Una tarde, fatigado por el esfuerzo, me dijo mirándome desde el oscuro légamo de sus ojos – Vos siempre tuviste suerte – masculló – y terminó con una frase sorprendente cargada de rencor- La comadrona tenía razón cuando dijo que vos venías de culo.

En otras circunstancias el comentario no me hubiera afectado, podría incluso, hasta encontrarle cierta gracia malevolente a las que desde siempre, con más sarcasmo que ironía, me tenía acostumbrado. Pero esta vez, casi con el último hálito, mi hermano me arrojaba la verdad mil veces presentida en sus miradas y en sus gestos, en las severas sentencias donde condenaba con falsa indulgencia mi conducta.

Lo rodeaban sus hijas a la prudencial distancia de costumbre. Silenciosas. Los ojos llorosos. No se acercaban a prodigarle las caricias filiales que en esas circunstancias no se disimulan ni contienen. No apoyaban sus manos en la frente ni rozaban sus mejillas en amoroso gesto. Pero lo amaban. Y envidié ese amor incondicional crecido en la mezquindad de su sombra de la que nunca habían salido. Pero ellas no lo sabían. Se habían casado con los mismos niños con los que crecieron. Enfrentado al hecho de que debían casarse, mi hermano se aseguró el control de sus futuros yernos que eran hijos de amigos muy cercanos. Vecinos del balneario donde pasaban sus vacaciones. Fueron los únicos hombres que conocieron. Son muy buenos – solía repetir con burla hiriente – pero no sirven para nada.

Su hija menor, Vanesa, es muy alta y delgada. Parece una de esas modelos de alta costura, elegante y etérea, casi enfermiza. No hace mucho tiempo supe que era anoréxica. Fue la única que intentó escapar de su destino manifiesto casándose con un chileno y yéndose a vivir a Santiago. Pero ni siquiera la distancia consiguió librarla de las llamadas casi diarias de mi hermano recriminándole con amorosa insistencia su ausencia. La enfermedad de su padre reavivó un profundo sentimiento de culpa a duras penas aletargado por largas sesiones de terapia.  Recordé una lluviosa tarde de domingo algunos años atrás. Sabiendo que mi hija, que mantenía una buena relación con Vanesa, solía visitar su apartamento, le pedí que intentase un discreto tanteo en cuánto a una reconciliación. Para entonces hacía varios años que poco o nada sabía de su vida.

El teléfono sonó estridente en mi pequeño living recargado de muebles demasiado grandes, una gruesa alfombra de lana, algunos almohadones y una lámpara de pie, que al momento de la separación y el reparto, me habían tocado en suerte. De todas maneras agradecí el sobresalto metálico que me anunciaba que en el deprimente mundo de un domingo de tarde alguien se acordaba de mí.

Mi primer pensamiento fue una llamada perdida.

La voz de Roberto, convenientemente condolida, me informaba del resultado de su gestión.

–  Ayer estuve con tu hija – comenzó -hablamos como una hora…allá no te quieren nada…

Supuse por un momento que se refería a mi ex mujer y su madre, lo que, por supuesto no constituía ninguna novedad para mí.

– …y ella – continuó, se refería a mi hija – tampoco.

Hubo un silencio en la línea que yo no interrumpí.

Después continuó.

-…dijo que te vería en tu lecho de muerte…

Otra vez el silencio.

– Pobre chiquilina…está para que la traten los sicólogos…vos deberías…

Y se abismó en consideraciones que, no por triviales, menos dolorosas.

Años después recordaría el error de mi confidencia y el haberlo elegido como mensajero de mi angustia.

Y la crueldad gratuita de aquél “vos deberías” a sabiendas que ese intento, si juzgaba como cierta, su contundente afirmación, había pasado por su fallido intento conciliatorio.

Apoyo mi mano sobre la frente de mi hermano. Hace muchas horas que ha perdido la conciencia. El misterioso “cóctel” apenas sugerido entre médicos y familiares, se retrasa.

En el impío trance nada es como parece. No encuentro en la tibieza agónica de mi hermano, una excusa para el llanto. Como si acariciara la frente de un desconocido cuyos rasgos, sin embargo, descubro tan idénticos a los míos.

A esa hora de la madrugada Boulevard Artigas está desierto. Una tenue garúa bruñe las calles,  sobre mí rostro siento las pequeñísimas gotas heladas como un bálsamo.

El trampolín rebota sobre la planchada de cemento y multiplica el sonoro golpe hasta agotarse en un trémolo silencioso. Yo corro a recibirlo cuando trepa, ágil, la escalera y me abrazo a su cuerpo mojado.

-Cuando dejes el flotador – me dice sonriendo- te enseño a saltar.

Mi hermano es el mejor de todos.

Y yo lo adoro.

 

 

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Elbio Firpo. 2012.

 

 

 

 

 

 

 

 

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