JUAN ANTONIO LAVALLEJA 2° Entrega

Características de su personalidad

¿Cuál es el valor de un retrato pintado en el que se representa a un héroe en la historiografía nacional? Las respuestas son muchas. Quizás la más precisa es aquella que revela la preocupación de nuestros mayores de crear mediante el arte una liturgia cívica que consolide nuestras aspiraciones de identidad nacional. Ese imaginario incorpora un retrato pintado al óleo del Brigadier General –justicieramente denominado Libertador- Juan Antonio Lavalleja.. La mera observación del mismo, en la plenitud de su protagonismo histórico, nos infiere un hombre de su época en la solemnidad de su figura militar y pública. Un gesto adusto y de firmeza, fácilmente diseñado por el artista porque su rostro refleja, a través de una mirada penetrante y limpia, la claridad de su alma.

Nacido en Minas hacia 1874, una pequeña villa perteneciente en aquel entonces a la jurisdicción de Montevideo, hijo de Manuel de la Valleja y de Ramona Justina de la Torre recibió una enseñanza que lo facultó para leer y escribir y a temprana edad se dedicó a las faenas pecuarias. Transita como vemos el camino de nuestros criollos beneficiarios de una elemental educación y –a través del carácter de propietario menor de sus padres-, de las actividades de nuestra “pradera” según la expresión del Profesor W. Reyes Abadie. La vida cotidiana le permite el desarrollo de todas las aptitudes que debe poseer el habitante de nuestra campaña: la forja de un carácter asociado a la acción y al orden de la mente para “sacar adelante” el negocio pecuario: “Fue un jinete consumado, diestro enlazador, ameno y dicharachero en el fogón, cantor de décimas acompañándose de la guitarra, baqueano de picadas y pasos, aficionado a las cuadreras, por este lado; hombre de hogar, se placía bajo el techo propio, y gustaba de la conversación, de las tertulias con amigos y aún de los salones, donde solía bailar” (Edmundo M. Narancio).

Las personas que escribieron una semblanza sobre Artigas, concuerdan en manifestar su parquedad al hablar y el profundo significado de las palabras cuando eran pronunciadas, precedidas de un silencio reflexivo. Se podría decir que era un hombre consciente del valor de la meditación y el análisis, proceso que le permitía  decidir y expresar cabalmente sus ideas.. Juan Antonio Lavalleja corría por otros andariveles: “Su carácter era franco; jovial y decidor; hablaba con exceso y sin preocuparse del efecto que podía producir sus ideas en su auditorio….” “…era honrado y como gobernante habría sido un buen estadista si hubiera sido posible desprenderse de ciertos hábitos, ideas y condiciones que fueron su más insalvable barrera; pero sus actos administrativos tenían un fin laudable, y una tendencia marcada a radicar el orden a cuya iniciativa obedecía, cuando era bien encaminado” (A. Barrios Pintos).

Aquel hombre no pudo sustraerse del impulso revolucionario de 1811 que nacía en la campaña. Su inmediato alistamiento a las fuerzas de Manuel Francisco Artigas le permite la cultura del arrojo, el coraje, el indispensable orden de la acción militar de la milicia, la subordinación al caudillo, la afirmación de un sentimiento vinculado a la singular historia colonial de la Banda Oriental en cuya sumatoria se incorpora lo aborigen, lo español y lo cristiano.

Por sus dotes personales y comprobable mérito, se transforma en un Capitán de la revolución. Una primera gestión como Comandante Militar de Colonia del Sacramento hacia 1815, actuación que despierta el respeto de su población, una acertada capacidad para la toma de decisiones en cuestiones de gobierno de la plaza  y una clara subordinación al Protector: “El mantenimiento del comercio y de las relaciones entre Buenos Aires y Portugal determinó al Jefe de los Orientales a dirigir a todos los pueblos de la Convención, a mediados de noviembre de 1816, en la que disponía el cierre de los puertos de la Banda Oriental y el corte de las comunicaciones ´con aque pueblo y los de su  dependencia´, debiendo que dar desde ese momento detenidos y asegurados todos los barcos provenientes de aquel destino.

            El cumplimiento de esta medida por Lavalleja –al expedir patentes de corso- provocó el reclamo de Juan Martín de Pueyrredón, al que contestó el Comandante artiguista remitiéndole una copia de la circular citada, a la vez que le hacía notar que él era un subalterno del Superior Gobierno de la Provincia Oriental al que debía remitir, como era regular su protesta”.

            No es difícil discernir de ciertos episodios puntuales, el espíritu recto y noble de la personalidad de Lavalleja. Mencionar su actitud durante el cautiverio de la Isla Das Cobras cuando hacia 1819 le fue ofrecido por el regente portugués en Brasil la gracia de un sueldo de coronel y la residencia en los Estados Unidos. ¿Cómo hubieran reaccionado otras personas? Fácil es imaginar una cantidad de argumentos para la aceptación sin mácula o condena de la propia comunidad. El sentimiento de solidaridad está muy acendrado en este hombre; es el poder de la conciencia el que distingue a los hombres prominentes, que los obliga a la entrega con un celo inusitado sobre el valor de la lealtad hacia los otros y con especial distinción hacia su propia persona. El respeto por sí mismo y hacia sus compañeros de prisión lo deciden por una negativa.

Para asumir una correcta forma de vida es necesario apuntalar la inmanencia, el respaldo y el calor humano de una persona en permanente comunión con los deberes y el emprendimiento de hombre público. Aguda sensibilidad la de Ana Monterroso de Lavalleja, mujer itinerante, de esclarecido y firme carácter, asociado al tiempo de su existencia, en donde las exigencias mayores de los acontecimientos revolucionarios habilitan al sacrificio personal y familiar.

Un vigilante de una plaza pública de Montevideo al observar el título de un libro de historia nacional, emite un juicio que denota el conocimiento adquirido en los seis años de su educación primaria. Ante la pregunta acerca de la figura histórica de Juan Antonio Lavalleja, su comentario fue certero al señalar que su protagonismo principal lo fue luego del desembarco de La Agraciada y la épica de la Independencia; más tarde –según sus propias palabras- una actuación “en segundo plano”. Un testimonio que aprecia el cenit de su vida pública y de madurez personal. Dueño de sí mismo, ejerció el liderazgo con decisión y firmeza, abonó el camino emprendido por José Artigas de re-institucionalizar la Provincia, asumió los roles militares y políticos que le demandó el momento, tomó la difícil y controvertida decisión de suprimir la Asamblea cuando ésta propone una constitución unitaria –una antítesis del ideario artiguista-, y tiene su hora más gloriosa en el parangón de Las Piedras: la batalla de Sarandí el 12 de octubre de 1825.

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