A continuación podéis leer “Jubilación anticipada”, de Ramón Asís Alonso, un cuento de aliento crepuscular que trata una temática muy presente en estos tiempos que nos han tocado vivir.
El personaje-narrador repasa su circunstancia, profesional y sentimental, en el momento de abandonar, con cincuenta y cinco años, su profesión… y posiblemente algo más (que no vamos a desvelar en esta breve introducción).
La narración da título también al libro que Ramón Asís Alonso acaba de publicar, Jubilación anticipada, disponible en Amazon, en tapa blanda. 25 narraciones que se mueven entre el relato corto y la reflexión existencial.
Ramón Asís Alonso es autor de otros dos libros: Mercadillo de sentimientos (novela) y El instante (cuentos).
Podéis seguir al autor en su blog EL BAZAR DE MIS RELATOS.
Jubilación anticipada, cuento de Ramón Asís Alonso
Siempre he tenido admiración por Chaplin. Un hombre que crea un personaje como Charlot debería haber sido indultado por Dios para que viviera siempre. Pero no hay Dios (en la mente de muchos sí) y eso Chaplin lo sabía, se le notaba. Por eso en sus películas administraba piedad, amor y patadas en el culo, para que sus personajes de ficción se fueran de esa vida con lo que habían merecido. Todo esto lo pensé después de ver su película A Dog´s Life, sentado en mí sofá, al comenzar la noche, acompañado de una botella de Johnnie Walker etiqueta negra, medio vacía o medio llena, según se mire. Era mi primera noche después de haber dejado mi profesión por jubilación anticipada, a los cincuenta y cinco años.
Vivía por entonces solo. Fernanda, mi mujer y madre de mis dos hijos, Julio y Susana, se había cansado de mí. Eso dijo ella en la nota que dejó cuando se fue de casa. Pasaron los años y yo no experimentaba el menor deseo de tener una nueva pareja. De vez en cuando me hacía compañía, en mi cama, alguna amiga que no tuviera el peligro de quererse enredar en una madeja que luego cuesta deshacer.
El día de mi despedida de la oficina, en plenas navidades, brindamos con cava por mi futuro, futuro que a nadie importaba. La sala de reuniones estaba adornada de guirnaldas y otros adornos con motivo de las fiestas, lo que hizo el momento más alegre en general pero triste para mí en particular. El director me entregó, en nombre de la empresa, el clásico reloj de pulsera como recuerdo de mi estancia en ella. Mis compañeros me gastaron bromas dándome a entender que me iban a echar de menos. Recibí abrazos y besos. La cara de algunas compañeras, sobre todo con las que más había intimidado, trataban de disimular –sin éxito– cierta tristeza. Solo Silvia, al darme un abrazo y un beso sentido, me dijo al oído que si no había contraorden iría a mi casa a las diez, para despedirnos de verdad. Ella también se despedía de su soltería porque se iba a casar a la semana siguiente.
Y así fue.
–¿Cuándo la has comprado? –me preguntó Silvia cuando llegó, mirando la botella de Whisky.
–Hace días, pero si me preguntas cuándo me he bebido lo que falta te diré que la pasada noche, durante la película.
Silvia se quitó la blusa y los ajustados pantalones. Comenzó a besarme y me pidió que atenuara la luz. Me pregunté qué habría hecho Chaplin con esos dos espíritus: uno de doce años con una etiqueta negra con sabor a madera de roble, y otro de veinticuatro que portaba una única etiqueta, sus braguitas, también negras, con aroma a mujer. Habría dado gracias al dios en el que no creía. El revolcón de esa noche fue más sentido. Hubo voluntad de prolongación por parte de ambos.
Todo lo importante en esta vida dura una hora y tres cuartos, más o menos: El nacimiento de un hijo, el entierro con funeral de un padre, un buen polvo, una buena película, una comida con amigos, una deseada soledad… Pensando todas esas cosas mientras Silvia dormía a mi lado, medité qué haría con mi vida a partir de entonces. No tenía que trabajar. Tendría mucho tiempo libre. No tenía ataduras sentimentales con ninguna mujer. Mis hijos tenían su vida fuera de Madrid y tan solo coincidíamos de vez en cuando. Estaba solo.
Miré a Silvia detenidamente en la penumbra. Su olor era especial. Embriagaba, sobre todo en las noches de amor. Nunca usaba perfumes. A sus veinticuatro años poseía un cuerpo maravilloso. Era alta y su piel, morena, poseía una suavidad poco común. Observé su cara, tan cerca de mí. Sus labios eran gruesos, casi infantiles, con pómulos que destacaban en su rostro sereno. Pensé que sería la última vez que contemplaba a esa mujer que me había hecho tan feliz con su eterna y sincera alegría. Era una niña rica, hija de papá, que no dejaba de exprimir la vida con sus deseos. Yo era una pequeña parte de su vida, quizá un capricho. También un amigo al que solo ella pedía compañía y cariño. Ella también me jubilaba.
Todo termina, concluí.