Todos sabemos que la envidia es un vicio múltiple: engrandece y deforma el “yo”, al cotejarlo a menudo con los demás y extraer conclusiones que lo humillan. La piel del envidioso arde y hasta puede quemarse sola en el cotejo con las ventajas del otro; el envidioso vive para magnificar o inventar defectos ajenos, buscando difundir su odio al “otro” entre los amigos, con la esperanza de formar un bando propio contra los supuestos rivales. En fin, el envidioso tiene los ojos miopes y difunde chismes como una profesión.
Una vez en Madrid, atendí a un escritor novel, quien volvía ufano de conocer París, como si eso equivaliese a lanzar un libro. Le pregunté por Ribeyro, quien justamente vivía en París.
–¿Pues no lo sabes? –replicó, los ojos quizá brillantes y satisfechos–. Murió hace unos días.
Era 1975, y mi mujer y yo habíamos visitado París dos años atrás, cuando Ribeyro sufrió una intervención quirúrgica, de la cual salió airoso.
–¿Estás seguro? –pregunté–. Porque hace dos años él salvó, ¿verdad?
–No, no –repitió, bebiendo feliz, el jerez que yo le invitaba–. Está muerto, muerto.
Esa noche, conturbados, mi mujer y yo telefoneamos al número de Ribeyro en París. De antemano sabíamos que nos respondería Alida.
–Hola –dije–, llamo desde Madrid. ¿Cómo están ustedes? ¿Qué hay de novedades?
–Llueve mucho –dijo ella–. Pero Julio Ramón tiene que salir a la embajada y se está poniendo los chanclos, el impermeable de doble forro, los guantes, en fin, y sin olvidar el paraguas, toda la parafernalia que no se usa jamás en Lima. ¿Quieres hablar con él?
Y luego hablé felizmente con el “muerto”. Años después, en Lima, me atreví a contarle la anécdota.
–Sí –dijo–, no sé qué le pasa a ese colega. También me contó una vez que tú habías muerto.