Se suponía que, una vez eliminadas la ignorancia, la intolerancia y el provincianismo, la actuación sin obstáculos de las leyes de la naturaleza, reveladas por la razón, fomentaría la reforma de la sociedad en interés de todos salvo de quienes se aferraran al pasado merced a su ceguera o a su disfrute de privilegios indefendibles. Las Cartas persas del francés Montesquieu iniciaron la tradición de sugerir que las instituciones de las sociedades existentes –en este caso, las leyes de Francia- podían mejorarse mediante la comparación con las leyes de la naturaleza. Al articular este programa, los hombres de la Ilustración se proclamaban sacerdotes de un nuevo orden social. En su visión de su papel como críticos y reformadores, surgió por primera vez una idea social que desde entonces nos acompaña: la del intelectual. Ya existían moralistas, filósofos, estudiosos y científicos, cuya característica definitoria era la competencia especializada. Lo que la Ilustración inventó fue el ideal del intelecto crítico generalizado, institucionalizando una crítica autónoma, racional, continua y universal sin precedentes cuyo producto es el intelectual moderno.
El siglo XVIII no utilizó el término “intelectual”. Tenía el tipo, pero llamaba a sus representantes sencillamente “filósofos”, en una interesante adaptación y ampliación de una palabra ya familiar, que llegó a connotar no la búsqueda mental especializada de los estudios filosóficos, sino la aceptación de un punto de vista común y una postura crítica. Era un término con matices morales y valorativos, que utilizaban con familiaridad tanto los enemigos como los amigos, para indicar también el afán de propagar las verdades reveladas por la visión crítica a un público más amplio y lego. Los arquetipos fueron un grupo de escritores franceses que enseguida se agruparon a pesar de sus diferencias y al que se conocía como filósofos. Su número y fama indican atinadamente el predominio de Francia en el periodo central del pensamiento de la Ilustración. Los demás países no produjeron tantas figuras ni tan llamativas dentro de esta tradición, ni otorgaron por lo general tanto prestigio y eminencia a las que tuvieron. Pero las deidades que presidieron los comienzos de la Ilustración fueron los ingleses Newton y Locke; cabría decir razonablemente también que el filósofo que expresó el desarrollo más extremo de los ideales y métodos de la Ilustración fue Bentham, y que su mayor monumento historiográfico es la obra de Gibbon (Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, 1776). Más al norte, Escocia gozó de un gran florecimiento cultural en el siglo XVIII y produjo en Hume a uno de los filósofos técnicos más atractivos y el más agudo, que combinaba un escepticismo intelectual extremo con el buen carácter y conservadurismo social, y en Adam Smith (La riqueza de las naciones, 1776) al autor de uno de los grandes libros creativos de la época moderna. Entre los países latinos, Italia fue, aparte de Francia, la que más contribuyó a la Ilustración pese al predominio en el país de la Iglesia católica. La Ilustración italiana tendría asegurado el recuerdo de la posteridad aun cuando hubiera dado sólo a Cesare Beccaria, autor de un libro (De los delitos y las penas, 1764) que sentó las bases de la reforma penal y la crítica de la criminología y que acuñó uno de los grandes lemas de la historia: “La máxima felicidad del mayor número”. La Ilustración alemana tardó algo más en desarrollarse y produjo menos figuras que obtuvieron la aclamación universal (posiblemente por motivos lingüísticos), pero tuvo en Kant a un pensador que, si bien trató conscientemente de ir más allá de la Ilustración, representó sin embargo en sus recomendaciones morales gran parte de lo que ésta defendía.
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