En este eclecticismo también tenía lugar la Religión, (aunque como dijo Gibbon) “en la época moderna, un escepticismo latente, incluso involuntario, se adhiere a la exposición más pía”. En el pensamiento “ilustrado”, parecía haber poco espacio para lo divino y lo teológico. No era ya que los hombres hubieran dejado de sentir las puertas abiertas del infierno y que el mundo se hubiera convertido en algo menos misterioso; también prometía ser menos trágico. Cada vez eran más los problemas que no parecían inseparables de la existencia, sino provocados por el hombre. Es cierto que terribles catástrofes naturales como los terremotos podían plantear aún problemas difíciles, pero si era posible el alivio de la mayoría de los males, si, como dijo un pensador, “la empresa adecuada al hombre es buscar la felicidad y evitar la miseria”, ¿cuál era la pertinencia de los dogmas de la salvación y la condenación? Dios podía incluirse de una forma superficial en la explicación del universo de los filósofos, como causa primera que había puesto todo en marcha y el gran mecánico que imponía las normas de funcionamiento, pero ¿había algún lugar para su intervención posterior en ese funcionamiento, ya fuera directamente mediante la encarnación o indirectamente a través de su Iglesia y de los sacramentos que ésta transmitía? Era inevitable que la Ilustración trajera la rebelión contra la Iglesia, el supremo aspirante a la posesión de la autoridad intelectual y moral.
Había aquí un conflicto fundamental. El rechazo de la autoridad por los individuos pensantes del siglo XVII y XVIII rara vez fue total, en el sentido de que buscaban una nueva autoridad, que hallaban en lo que creían eran las enseñanzas de la ciencia y la razón. Pero de una forma creciente y cada vez más categórica, se rechazaba la autoridad del pasado. Del mismo modo que la discusión literaria sobre la cultura antigua y la moderna fomentó la destrucción de la autoridad de las enseñanzas clásicas, la Reforma protestante hizo añicos la autoridad de la Iglesia católica, el otro pilar de la cultura europea tradicional. Cuando los reformadores protestantes sustituyeron a los antiguos sacerdotes por los nuevos presbíteros (o por el Antiguo Testamento), no pudieron enmendar ya la labor de zapa de la autoridad religiosa que habían comenzado y que los hombres de la Ilustración llevarían mucho más lejos.
Las repercusiones de la Ilustración tardaron algún tiempo en aparecer, con independencia de los justificados recelos, formulados con rapidez, de los eclesiásticos. Las características del pensamiento avanzado del siglo XVIII tendían a expresarse en forma de recomendaciones bastantes prácticas y cotidianas que en cierta medida encubrían su tendencia. Probablemente su mejor resumen sea las creencias fundamentales que subyacían tras ellas y de las que fueron consecuencia. En la base de todas las demás había una nueva confianza en el poder de la mente; este fue uno de los motivos por los que los ilustrados admiraban tanto a Bacon, que compartía con ellos esta confianza, aun cuando los gigantes creativos del Renacimiento no hicieron tanto para dar a los europeos una convicción de poder intelectual como hizo el siglo XVIII. Aquí se basaba la certeza de que era posible un progreso casi indefinido. La mayoría de los pensadores de la época eran optimistas que consideraban su tiempo el punto culminante de la historia y que esperaban confiados en que la suerte de la humanidad mejoraría mediante la manipulación de la naturaleza y el despliegue para el ser humano de las verdades que la razón había inscrito en su corazón. Las ideas innatas expulsadas por la puerta principal entraban de nuevo sigilosamente por la escalera trasera. El optimismo sólo estaba limitado por la conciencia de que había que superar grandes obstáculos prácticos, el primero de los cuales era sencillamente la ignorancia. Quizá fuera imposible un conocimiento de las causas finales (y sin duda la ciencia parecía sugerir esa idea a medida que iba revelando la creciente complejidad de la naturaleza), pero no era este tipo de ignorancia el que preocupaba a los ilustrados, que se referían a un nivel de experiencia más cotidiano, y para quienes la combinación de razón y conocimiento les daba la seguridad de que la ignorancia podía disiparse. La máxima expresión literaria de la Ilustración tenía precisamente este objetivo. La gran Enciclopedia de Diderot y D´Alembert fue una enorme recopilación de información y propaganda en veintiún volúmenes que se publicó entre 1751 y 1776. Como dejaban patente algunos de sus artículos, otro gran obstáculo para la Ilustración era la intolerancia, especialmente cuando interfería la libertad de publicación y debate. La mentalidad provinciana era otra barrera más para la felicidad. Los valores de la Ilustración, se suponía, eran los de todos los hombres civilizados. Eran universales. Nunca, salvo quizás en la Edad Media, ha sido más cosmopolita la élite intelectual europea ni ha compartido más un lenguaje común. Este cosmopolitismo se acrecentó con el conocimiento de otras sociedades, por las que la Ilustración mostró un extraordinario apetito, debido en parte a una genuina curiosidad; los viajes y los descubrimientos acercaron a los europeos nuevas ideas e instituciones y, por tanto, les hizo más conscientes de la relatividad social y ética, proporcionando nuevos motivos para la crítica. Sobre todo, una China presuntamente humanitaria e ilustrada cautivó la imaginación de los europeos del siglo XVIII, lo que indica quizá hasta qué punto era superficial el conocimiento de las realidades de ese país.
Próxima entrega: Institucionalización de la Crítica