Algo que siempre corre el peligro de ser pasado por alto cuando se habla de la Ilustración, es la importancia del aspecto no intelectual y no racional de la naturaleza humana. La figura más profética del siglo XIX en este aspecto, y una de las que discreparon abiertamente muchos de los “ilustrados” y filósofos más destacados, fue el ginebrino Rousseau. Su importancia en la historia del pensamiento radica en sus apasionados alegatos para que se diera la debida importancia a los sentimientos y al sentido moral, en peligro ambos de verse eclipsados por el racionalismo. Por ello, pensaba, los hombres de su época eran criaturas disminuidas, seres parciales y corruptos, deformados por la influencia de una sociedad que fomentaba ese oscurecimiento.
La cultura europea tiene una enorme deda con la visión de Rousseau, gran parte de la cual resultó perniciosa en sus efectos. Rousseau sembró (como bien se ha dicho) una nueva tormenta encada alma. En sus escritos pueden hallarse una nueva actitud ante la religión (que la reavivaría), una nueva obsesión psicológica por el individuo que iba a llegar hasta el arte y la literatura, la invención del enfoque sentimental hacia la naturaleza y la belleza natural, los orígenes la doctrina moderna del nacionalismo, un nuevo paidocentrismo en la teoría educativa, un puritanismo secularizado (enraizado en una visión mítica de la antigua Esparta), y mucho más. Todas estas cosas tuvieron buenas y malas consecuencias; Rousseau fue, en resumidas cuentas, la figura clave en la formación de lo que se viene llamando el romanticismo. En muchos aspectos fe un innovador, y a menudo un innovador genial. También compartió muchas ideas con otros hombres. Su aversión ante la erosión de la comunidad por la Ilustración, su sentimiento de que los hombres eran hermanos y miembros de un todo social y moral fueron expresadas, por ejemplo con la misma elocuencia, por el irlandés Edmun Burke, que sin embargo extrajo de ellas conclusiones muy diferentes. En cierto modo, Rousseau dio su voz a opiniones que otros comenzaban a tener a medida que la época de la Ilustración pasaba su cenit. Pero su importancia fundamental y especial para el Romanticismo es indudable.
Romanticismo es un término del que se ha hecho mucho uso y abuso que pueda aplicarse con propiedad a cosas que parecen diametralmente opuestas. Poco después de 1800, por ejemplo, algunos hombres negaban todo valor al pasado y trataban de derribar sus legados con la misma violencia con que habían actuado los hombres de la Ilustración, mientras que, al mismo tiempo, otros defendían con tenacidad las instituciones históricas. Unos y otros pueden llamarse (y se llaman) románticos porque en todos ellos la pasión moral tenía más peso que el análisis intelectual. El lazo de unión más evidente entre estas antítesis se hallaba en la nueva importancia que la Europa romántica confería a los sentimientos, la intuición y, sobre todo, al mundo natural. El Romanticismo, cuyas expresiones iban a ser múltiples, se inició casi siempre a partir de una objeción al pensamiento ilustrado, ya fuera desde la incredulidad hacia la capacidad de la ciencia para dar respuesta a todas las preguntas, o desde una reacción contra el egoísmo racional. Pero sus raíces positivas son más profundas, y están en el desplazamiento durante la Reforma de tantos valores tradicionales por el único valor supremo de la sinceridad; no era del todo equivocado considerar el Romanticismo, como hicieron algunos críticos católicos, un protestantismo secularizado, ya que buscaba ante todo la autenticidad, la autorrealiuzación, la honradez y la exaltación moral. Por desgracia, con demasiada frecuencia lo hizo sin tener en cuenta sus costes. Los grandes efectos del romanticismo se percibirían durante el siglo XIX, por lo general con resultados dolorosos, y en el siglo XX afectarían a muchas otras partes del mundo como una de las últimas manifestaciones del vigor de la cultura europea.