La higiene

Isabella Balcarce es una mujer elegante. Sus  modales, la gentileza de su trato y una  beatífica sonrisa, le confieren un especial encanto. Debió ser una mujer muy hermosa. Una belleza intemporal de rasgos delicados y ojos azules.

Agrega a esos dones una profunda filantropía,  un amor desinteresado por el género humano donde la piedad y la solidaridad se unen firmemente.

Muchos califican de vacuo su altruista discurso,  un reiterado canto a su imagen narcisista. Dudan incluso que haya estado en la India, motivo de la mayoría de sus alocuciones, donde, según sus palabras, conoció a la madre Teresa de Calcuta con quién colaboró en   penosas tareas de insalubridad extrema.

Cierto es que no hay testigos presenciales ni fechas precisas en relación a su estadía en aquel país y que sus manos, de cuidada manicura y valiosos anillos, no parecen haber realizado tarea más pesada que levantar un palo de golf, pero las apariencias engañan.

Rosita Mauretania, amiga incondicional y admiradora, no deja de pedirle que repita esas historias vividas a las orillas del Ganges curando llagas purulentas y apoyando sus  manos en la frente de los moribundos que, presas de alguna terrible enfermedad, recibían ese último consuelo.

-¿Cómo fuiste capaz de soportarlo?  Tanta suciedad, sin agua ni jabón- insistía Rosita, una hipocondríaca de aquellas que llevaba siempre a mano un frasco de alcohol y un tapabocas – ¿No tenías miedo de contagiarte?

– Te acostumbras, Rosita. Lo tomas como una obligación moral, un servicio hacia el prójimo-contestaba pudorosa Isabella- con estas manos-continuaba mientras las levantaba a la altura de su vista en arrobada contemplación- espanté las moscas que se posaban por cientos en mi plato de arroz frío, con estas mismas manos me lo llevé a la boca.

– ¡Ufff…!.. ¡Que asco!- exclamaba finalmente Rosita- con una mueca indescifrable entre el placer y la náusea.

Aquella tarde habían decidido ir Club del Cerro. Rosita manejaba lentamente disfrutando una nueva peripecia de Isabella en un  leprosario del barrio más miserable de Calcuta atendido por un médico alemán al que le faltaba un brazo.

El alma simple de Rosita se sentía transportada por el relato. El monólogo de su amiga le traía recuerdos infantiles. Lejanos radioteatros escuchados junto a su madre a la luz de una veladora con el corazón acongojado por el drama de los protagonistas.

“El pata” Mareco los esperaba en el estacionamiento sentado bajo un eucaliptos. Rosita lo había contratado como caddie. Hacía años que la acompañaba. Se acercó solícito a la camioneta y ayudó a las dos mujeres a armar los carros. Su desprolijo aspecto era compensado por una simpatía natural y un hablar medido y levemente irónico. Un segundo caddie provisto por el club llegó algo más tarde. Rosita no lo conocía. Siempre pensando en lo mejor para Isabella, le cedió a Mareco sabiendo que no cometería ninguna imprudencia que hiciera sentir incómoda a su amiga.

La tarde  declinaba suavemente, como los golpes de las mujeres, no muy largos ni muy desviados. Los caddies no tenían que esforzarse buscando pelotas  en los crecidos pastos. Isabella intercambiaba breves y amables diálogos con Mareco, los socialmente indicados en estos casos. La sonrisa de beata, afectada por el

cansancio, era un mohín forzado y engañoso.

 

 

En algún momento del juego, promediando el hoyo nueve, Isabella advirtió la ausencia de Mareco. Giró sobre si misma buscándolo. En la soledad del ancho fairway solo Rosita y su caddie caminando hacia el green distante. De pronto lo divisó saliendo de un umbrío soto pleno de malezas y hojas secas. La sonrisa había desaparecido de su rostro. Mareco, distraído en sus pensamientos, solo advirtió la pelota  reposando a unos metros de su dueña. Calculó la distancia al hoyo, sacó un hierro ocho de la bolsa de palos y se lo pasó a Isabella que lo tomó con gesto helado sin despegar la mirada de su rostro.

-¿Se puede saber por donde andaba?- le espetó con dureza.

Recién entonces “El pata” cayó en la cuenta de que algo, no sabía que cosa, había ocurrido provocando la agresiva actitud de Isabella.  El inesperado improperio lo hizo sonrojar. Isabella insistía.

-¿Me va a contestar o no?

– Estaba allí-dijo señalando vagamente el bosquecito de eucaliptos-en el bosque.

-¿Y haciendo qué? Si se puede saber…porque yo no lo contraté para que usted se vaya graciosamente a pasear por el campo haciéndome perder el tiempo.

-Estaba en el baño-dijo bajando la cabeza  con voz apenas audible.

-¿Donde?- exclamó Isabella desencajado el rostro por un terror paralizante. Y sin que Mareco tuviera tiempo de repetir su ubicación reciente- arrojó el hierro ocho como si estuviera al rojo vivo.

Rosita falló su approach al escuchar  el desesperado grito de Isabella clamando por ayuda.

-¡El alcohol Rosita, el alcohol! ¡Este hombre no se lavó las manos!

La lluvia acentuaba la tristeza del regreso. Isabella había preferido sentarse atrás.

Iba en silencio, ajada y mustia. Restregaba sus delicadas manos intentando en vano quitar sus invisibles manchas.

Las gotas de lluvia se deslizaban fugaces por el parabrisas. Como las lágrimas de Rosita. Ella y su madre en una lejana noche de sábado. Comenzaba el Teatro Palmolive del Aire. Pero la radio había fallado. En el silencio de la vieja casa se fueron a la cama.

La noche se había hecho muy larga.

 

 

Elbio Firpo.

 

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