La impotencia del señor Gianni – Elbio Firpo

Lo mejor que le pudo pasar al señor Gianni fue casarse con Anita Ferrara. Ambos tenían lamentables experiencias de matrimonios anteriores y ambos habían pasado más de diez años en la soledad de sus respectivos divorcios. A  los cincuenta y cinco años conoció a Anita de cuarenta y nueve,  y después de un noviazgo sorprendentemente fugaz, se casaron.

La familia Ferrara había aceptado con agrado la llegada del nuevo integrante. Por fin podrían hablar de otra cosa que no fueran los consabidos chismes familiares. Con hijos en edad escolar o, a lo sumo, iniciando el secundario, los niños estaban a salvo de las afiladas lenguas de las hermanas de Anita, verdaderas brujas con aspecto de inocentes amas de casa. El señor Gianni, a pesar de su aspecto serio y reservado podría resultar más “jugoso” que el disoluto Ernesto, al que, en tantos años de convivencia, solo había resultado ser un bebedor empedernido al que en el fondo compadecían. Estaba casado con Augusta, la más mezquina de las hermanas de Anita y también la más fea. Flaca y musculosa solo parecía encontrar placer en correr sus cinco kilómetros diarios y en la búsqueda del mínimo ahorro, en particular en los míseros regalos con los que se presentaba en los cumpleaños familiares, a los que la familia Ferrara era, por tradición, particularmente afecta.

Rosa era la mayor, médica de profesión y soltera por elección, era desde sus años de estudiante, custodia de la salud de la familia Ferrara. Todos recurrían a ella. Desde una gripe mal curada que amenazaba convertirse en neumonía hasta el “retraso” de alguna de sus sobrinas adolescentes inquietando el sueño de sus padres. Todas las dolencias eran tratadas con idéntica voluntad y medicadas, suponemos que adecuadamente, ya que su especialidad no incluía  la siquiatría,  la endocrinología, los trastornos de conducta, la depresión o la sexología.

Si algo podía reprochársele a Rosa era la total ausencia del secreto profesional. De esta manera, a poco que uno de sus hermanos menores le confesara que, en una aventura adúltera en un bolichón de la calle Juncal, había contraído una enfermedad venérea, menos de veinticuatro horas después, toda la familia discutiera el asunto. Como Aníbal, que así se llamaba el pecador, estaba casado con Olga, conocida familiarmente como la Mamba Negra, no precisamente por sus virtudes, todos coincidieron en que era ella la causante del desgraciado episodio por negarle a su esposo lo que por ley y credo, le correspondía.

Poco a poco el señor Gianni se fue integrando a su nuevos parientes y estos se acostumbraron a su afable seriedad y a una gracia respetuosa, ligeramente irónica, que los divertía. De hecho, aunque su nombre era Roberto, aceptaba que le llamaran señor Gianni, una forma humorística que les recordaba la primera impresión que el novio de Anita les había causado. Difícilmente se le viera sin saco y corbata, sin afeitar o sin el breve toque de Old Spice, aroma que lo identificaba desde su primera juventud. Según Anita comentara a sus hermanas, Roberto, era impecable hasta en las cosas más íntimas, y, aunque el pudor le impidiera entrar en detalles, sus relaciones de pareja, debían realizarse en un lecho tan impoluto como una mesa de operaciones.

Como todo buen Masón, el señor Gianni “ocultaba” esa condición pero hacía todo lo posible para que todo el mundo lo supiera.  La parsimonia   de sus gestos, un extraño estrechar de manos y un estudiado vocabulario, confirmaban lo que todos ya sabían.

Los miércoles eran sagrados. Partía para el Templo alrededor de las siete de la tarde y  no regresaba antes  de la una de la mañana. Se lo había comentado a quién sería su esposa el día en que decidieron vivir juntos. Anita respetaba esa obligación y, como de costumbre, lo contó a sus hermanas con indisimulado orgullo.

La integración a la familia del señor Gianni había sido más satisfactoria de lo que Anita hubiera imaginado. En poco tiempo se había ganado la confianza y simpatía de todos y él mismo, de natural retraído y algo solitario, retribuía agradecido ese sentimiento.

Pesaba, sin embargo, sobre su ánimo, una antigua depresión producto de un conflictivo y largo divorcio. En su momento había buscado la ayuda sicológica para superar sus estados de angustia. Fue una larga batalla que culminó cuándo conoció a Anita. La estabilidad emocional de su vida actual le permitió dejar la mayor parte de la medicación que le fuera prescripta. No pudo, a pesar de sus intentos, dejar aquellas pastillas primigenias que le habían proporcionado el paraíso artificial de las noches sin sueños.

A instancias de Anita decidieron consultar a Rosa. Con la buena disposición de siempre esta le indicó un tratamiento progresivo tendiente a suplantar el sicofármaco por otra medicación alternativa que, a la larga, también se suprimiría definitivamente.

No fue fácil para el señor Gianni luchar contra esa última adicción , pero tras largos meses de constante esfuerzo llegó el día en que las únicas pastillas que tomaba eran las prescriptas para prevenir el colesterol “malo” y los “ataques” de presión.

A falta de otras cosas de que ocuparse, la familia Ferrara acompañó de cerca la peripecia del “adicto” en procura de su recuperación . La información no podía ser más confiable, la propia Rosa se encargaba de ello. Largas charlas telefónicas se generaban a partir de cada informe. Se sacaban conjeturas, se apostaba más al fracaso que al éxito del cándido integrante, que , como es de suponer, no participaba del corrillo que lo tenía como blanco.

La noticia de que el señor Gianni había quedado impotente a causa del prolongado tratamiento a que fuera sometido por Rosa, provocó el regocijo  de sus familiares políticos a quienes el tema ocuparía buena parte del tiempo de sus  vacuas vidas.

Tales habladurías no tardaron en llegar a sus oídos de manera totalmente casual. Es probable que el hecho debiera modificar la idílica relación que sostenía con los Ferrara.

Si tal cosa ocurrió jamás lo demostró ni en sus dichos ni en sus actos. Ni siquiera un gesto que demostrara lo contrario. Y soportó los chistes burdos y las miradas cómplices de ese mundillo mezquino que confundía la mueca, desencantada y burlona de su rostro, con la cándida ingenuidad que le atribuían.

El miércoles, terminada la reunión semanal a la que pocas veces había faltado en los últimos treinta años, el señor Gianni se despidió de sus hermanos de Logia, caminó hasta su auto y condujo lentamente rumbo a Boulevard Artigas.

Todavía era temprano. Las diez y media de la noche. Pasaría por lo menos una hora larga antes del encuentro. La transformación era lenta. A medida que descendía por un boulevard cada vez más oscuro, la ansiedad de costumbre, crecía en su pecho con acelerados latidos. Sombras fugitivas se movían bajo las palmeras. Aparecían y desaparecían esperando el convenido juego de luces que las iluminaría plenamente sobre sus zapatos de altos tacones, sus medias caladas, su breve falda, la aparente turgencia de sus pechos a la que obligaba el apretado sostén.

Pero el señor Gianni no se detenía. Seguía su lenta marcha con la mirada fija en los desmesurados cuernos que la niebla no tardaría en cubrir. Cuando la espesa calina borraba los contornos y las luces de mercurio eran círculos opacos sostenidos por la nada, la adivinó, inmóvil, en la esquina.

Y así permaneció hasta que el señor Gianni se inclinó para abrirle la puerta. Y se mantuvo en esa posición, sumiso, con la cabeza entre sus brazos y la mirada baja, hasta que la mujer, con un breve y duro golpe de cadera lo obligó a incorporarse. Un efluvio áspero de tabaco y sudor, mitigado apenas por el basto perfume de colonia, colmó la cabina.

El señor Gianni mantenía los ojos cerrados. Sintió las manos oscuras tomando su cabeza, las uñas largas hincándose con fuerza. Y se dejó arrastrar entre pliegues húmedos y tibios al secreto hontanar.

Un aroma soterrado y acre lo atraía irresistiblemente.

 

Elbio Firpo

Mayo de 2017

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