Su padre le dijo que no tenía intención de de abandonar el piso, y él respeto su decisión. Estaban en el cuarto de estar, su padre sentado en el sillón de orejeras, y él en un rincón del sofá, precisamente el que había sido el preferido de su madre.
No había mucho más que decir. Por fin, después de las exequias, se habían quedado solos, y él debía volver al país que había elegido para trabajar y para vivir, en ese orden, y su padre se quedaría en aquel piso, un poco más solo, o, para ser exacto, en la más absoluta soledad.
Fue entonces cuando su padre masculló algo que no entendió bien, y que a instancias suyas repitió con un matiz de avergonzamiento: lo que quería decir era que no sabía cómo funcionaba la lavadora.
Le pareció que lo más práctico sería hacer una colada, y le fue explicando a su padre, con paciencia, la manera de introducir el detergente, la selección de la temperatura, la separación previa de la ropa blanca de la de color, y otras cuestiones prácticas.
Apenas hacía unas horas se hallaban en el cementerio enterrando a un ser querido y, poco después, se encontraban en plena clase de supervivencia, hablando de selectores, de suavizantes, de los diferentes programas de la lavadora.
«Como siempre lo hacía tu madre…», se excusó, y comprendió que su padre representaba la última generación de una clase masculina a extinguir, el prototipo de una forma de convivencia que se agostaba.
Se quiso asegurar, antes de marcharse, de que conocía el funcionamiento del lavavajillas y, para convencerse, le sometió a un examen riguroso que su padre superó: en efecto, conocía el funcionamiento del lavavajillas.
Su padre ya le había dicho que no le acompañaría al aeropuerto, y él lo prefería, así que se despidieron en la cocina. Hasta entonces los dos habían soportado con relativa entereza las liturgias fúnebres y las condolencias sociales, pero en el abrazo de la despedida notó un estremecimiento en la espalda de su padre que le contagió un calambre de emoción contenida, y que acabó por desbordarse en un sollozo. Su padre, molesto por haber mostrado su vulnerabilidad se volvió a la lavadora y se quedó mirando fijamente las vueltas del tambor, como si allí se ocultaran los secretos del mundo.
Ya en el avión, cuando por la ventanilla se veía el sol brillante extrayendo destellos de las algodonosas nubes, el hijo recordó a su viejo de espaldas a él, dando por concluida la despedida, obcecado en ocultar sus sollozos, atento o abstraído frente a la lavadora.