La sexta hora – E.Firpo

El monje siente en esta sexta hora como una fiebre ordenada cuyos accesos consumen en un fuego ardiente el alma enferma en horas regulares y determinadas. Algunos autores señalan  que se trata del demonio del mediodía del cual se ha hablado en el Salmo 91. ”¡Desdichado el monje a quién este demonio posee!

Casiano(369-430)

Era la primera vez que se alejaba tanto en su diaria caminata entre su iglesia y el pueblo. La costumbre la había adquirido años atrás cuando sintió la necesidad de abandonar el claustro y extender su horizonte más allá de sus severas columnas y galerías porticadas. Cuando el generoso jardín, la fuente, los altos cipreses y los bancos de piedra, protegían la imprescindible práctica de la instrospección  y la conversación con uno mismo. En que momento, una tristeza penetrante se había desarrollado, lenta e inexorable ,en ese monólogo egoísta que pretendía ser un diálogo con lo trascendente. Duda o reflexión peligrosa en el áspero camino del Señor custodiado por severos guardianes de su voluntario confinamiento.

El sol invisible teñía el paisaje de un gris homogéneo y deprimente. Una inusitada agitación física desconocida solía presentarse como una necesidad de salir, de moverse. El padre Lemus se sorprendió así mismo, dándose excusas para realizar lo que quiere, aunque en realidad no lo sabe con exactitud. Trata de salir de un estado intolerable, pero no sabe como. Estos síntomas físicos van acompañados de un hambre intensísima de soledad.

La iglesia  se recorta  sobre sus gruesos muros y pilares. Hace tiempo que su contundencia visual no le provoca otra cosa que un mayor desánimo. Una especie de caparazón inmemorial vacía de todo contenido místico.

Y retrasó su paso volviendo lentamente.

Mantenía su mirada fija en la alta torre románica construída como campanario. Tan diferente a los serios muros de la portada principal, el ábside o el presbiterio. Subía recta alejándose hacia la pureza de la altura. Solía cubrir el largo trecho de su escalera hasta llegar al último piso donde las enormes campanas pendían mudas. Por cuatro vanos abiertos el viento entraba impune. Muchas veces la oscuridad del crepúsculo lo sorprendía en lo alto.

Los cuatro últimos seminaristas aguardaban en la portada principal para despedirse. Empezaban las ansiadas vacaciones de verano. Lo abrazaron con manifiesta alegría no exenta de cierta conmiseración. Y se alejaron presurosos con sus bolsos de manos y valijas hacia el vahículo familiar que los esperaba.

Relacionaba su tedio con los excesos de la reflexión, la inteligencia, la duda de los ídolos y el temor a la ansiedad y la angustia acechantes.

Lejana pero insistentemente, la infancia volvía reclamando una revisión dolorosa. El colegio católico para varones junto a la iglesia del barrio. El orgullo de haber sido elegido monaguillo. El contacto particular  junto al cura párroco que administraba la misa y lo distinguía por su devoción confiándole los instrumentos de culto.

Su decisión de ingresar al seminario coincidió con la amistad de dos hermanas italianas de su misma edad .

Alessia y Bianca eran hijas de emigrantes italianos llegados durante la guerra. Ambas, con diferencia de un año, eran rubias de ojos azules y un particular encanto en su acento. Fueron amigos durante años.

Aún separados por las obligaciones del seminario se siguieron frecuentando. Ellas esperaron en vano la ilusión de que se decidiera. Amor platónico, idealista, desinteresado, puro, como quiera que fuese, duró años. Finalmente ambas se casaron y el vacío profundo que se insinuaba en su espíritu no lo pudo colmar ninguna oración.

¿Fue acaso en esa instancia cuando percibió el disgusto de su cuerpo en  la celda, el desprecio por sus hermanos, luego la falta de valor para cumplir los trabajos del culto y por último una incapacidad para permanecer en la celda, para realizar cualquier trabajo y una dispersión de toda atención?

Nunca llegó a precisarlo o no quiso hacerlo.

Apenas pronunciados los votos sacerdotales encaró con entusiasmo bautizos, distribución de la comunión y la asistencia al sacerdote en el altar. Con la especial consideración de su Obispo, y pese a su juventud, le confiaron un primer grupo de seminaristas. Distinción muy particular para un diácono tan joven. Su creciente prestigio, sin embargo, comenzó a declinar lenta y obstinadamente.

Lector vehemente y ávido no se se detuvo en la amplia biblioteca religiosa que giraba siempre en el entorno bíblico. Y acaso, el aforismo pagano que dicta temedle al hombre de un solo libro, pudo germinar secreta e inocentemente en su libérrimo espíritu.

Freud, Einstein , Russell y en particular Richard Dawkins, entre otros, sin desprenderse del pensamiento de  Soren Kierkergaad quién sostenía que la filosofía no puede haber comenzado con la duda, pues la duda es un principio negativo, ya que antes de ella debe haber habido algo de lo cuál dudar.

Entendió que esa incertidumbre ante la verdad o falsedad de un enunciado, le impediría mirar a los ojos a sus jóvenes seminaristas tratando de explicar lo inexplicable sin la mentira esencial que sostiene todos los mitos.

Y la cofradía que reune a los creyentes en torno a una advocación de Cristo, de la Vírgen o de algún santo lo dejó a un lado del camino.

Atravesó el claustro, el templo solitario y fresco y volvió a salir al patio quemante de sus losas, rumbo a la torre del campanario.

Había escuchado el toque del Angelus, breve toque de una sola campana preludiando las doce horas del mediodía.

Ahora, en plena hora sexta, comenzó a subir los peldaños escondidos de la torre con el lento paso del anciano que era.

Cuatro pisos lo separaban de su propósito. Se detenía largamente en cada tramo recuperando aliento. El recinto de las campanas es reducido. Apenas con espacio para que el campanero encargado de su mantenimiento trabaje seguro.

Cuatro grandes vanos rectangulares se abren al espacio permitiendo la máxima difusión sonora de las  grandes campanas.

Un pequeño pretil, poco más grande que el cordón de una vereda, separa al hombre del  abismo.

Lemus se recobra respirando lentamente con su espalda apoyada en el domo de una campana.

Y no deja de ser una visión profunda de la naturaleza humana que los viejos moralistas ubicaran la tristeza entre los siete pecados capitales.

Y Lemus con una apatía de siglos trepó el pequeño cordón.

Buscó algún signo de vida en lejano pueblo. El cielo era como un vasto cristal azogado con un sol oculto e impenitente.

Después dio un paso al frente.

 

Elbio Firpo

Agosto del 2021

 

 

Nota del autor :  El relato precedente está basado en la obra del Dr. en Sicología Mario Silva García  “ Los peldaños secretos de la muerte”. Todas las referencias religiosas, históricas y  filosóficas, le pertenecen, muy particularmente las correspondientes al capítulo” El tedio dentro de la religiosidad”.

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