La vi y me quedé boquiabierto: sin duda era una sirena. Cabellos rojos, rostro de infanta, pechos frondosos y cola de pez. En ese momento sentí que mi sola presencia la aterró, pues se revolvía espantosamente como si quisiera escapar de algo: su torso desnudo y su monstruosa cola emergían y desaparecían a raz de la marea. Su canto, asimismo, se asemejaba más a un lamento que a una entonación melodiosa. La imagen duró apenas unos instantes.
Más tarde me enteré que en esa misma playa una mujer fue devorada por un tiburón.