Las cerillas

Divisó el paracaídas más allá de la chacra abandonada. El viento parecía llevarlo hacia los restos quemados de la vivienda. Una mancha blanca con un pequeño punto negro en su extremo descendiendo lentamente hacia la estepa desolada.

La anciana siguió recogiendo sobre su delantal las escasas mazorcas de la miserable  huerta.

Nada la sorprendía. La guerra había pasado hacía ya largos meses. Había destruido todo lo que se podía destruir incluyendo su hijo y su nieto. Ahora seguía su marcha hacia Moscú.

La soledad inmensa bajo un cielo de un azul inclemente.

Terminaba el verano y era menester acopiar lo imprescindible, recoger las mieses y almacenar toda la leña posible.

El hambre y el frio no perdonarían ese año, ni el siguiente a las grandes ciudades sitiadas.

Y ellas estaban solas.

Aniuta, su nuera, era una compañía silente, en realidad, ella también lo era ¿ De que podrían hablar después de lo ocurrido? Kiril Ivanovich , su esposo, había muerto en los primeros días de la guerra y su cuerpo, como otros miles, yacía en una tumba innominada.

Pero Sacha estaba allí. Enterrado a pocos metros de lo que queda de la casa. Tenía diecisiete  años. El uniforme le quedaba grande. Cavaron la fosa cuándo el enemigo, tanques y camiones, marcharon hacia el norte y se aposentó el silencio.

Desde entonces, en muda contemplación , solían observarse largamente. ¿ Buscaban acaso un rasgo común para recomponer el rostro perdido del que ambas formaban parte?

A las cinco de la tarde, como lo hacía todos los días, arrastrando una carretilla con una gran rueda de madera, partió hacia la granja de los Timoshenko.

Llevaba en su delantal las largas cerillas de madera.

No sería la primera vez que la sorprendiera la noche recogiendo listones , tablas y  maderos chamuscados.

Excusa para estar cerca de sus amigos, Iván Timoshenko, Tatiana, y sus tres hijos, uno de ellos de la misma edad de Sacha. Los cinco enterrados junto al único árbol que crecía al costado del galpón, o lo que quedaba de él, al extremo del huerto abandonado.

Ensimismada en sus recuerdos perdía la noción del tiempo. Entonces recurría a las cerillas. Un pequeño fuego en la oscuridad de la estepa entibiaba su cuerpo mientras esperaba el alba.

El cric cric de la carretilla acompasaba su marcha mientras se acercaba con cansino paso a la vecina chacra..

A medio camino entre ambas, mientras se detenía para tomar aliento, reconoció el blanco velamen de un paracaídas desplegado sobre el solitario árbol de los Timoshenko.

El descubrimiento no alteró su ánimo. Apenas coligió, con simpleza campesina, que sería el mismo paracaídas que había visto en la mañana.

Y no tenía dudas de que era del enemigo.

Caminó entre tocones ennegrecidos, cruzó el cuarto de los niños, evitó los vidrios y lozas esparcidas en el piso de la cocina y salió a lo que había sido el umbrío fondo de la casa.

Lo vio tendido de espaldas sobre las gruesas raíces del árbol, inmóvil, de su arnés, todavía puesto, se desprendían las cuerdas trepando hacia el velamen que cubría la desmochada copa.

Tendría poco más de veinte años y estaba malherido.

La suerte no lo había acompañado. Caer sobre el único árbol de la árida extensión de la estepa y quebrarse la espalda.

Al ver a la anciana su rostro se contrajo en una expresión de terror. Todos los pilotos alemanes sabían que destino les esperaba a los que eran capturados. Los linchamientos por  turbas de campesinos enfurecidos eran particularmente crueles e inhumanos.

Sin embargo, la pequeña figura de la mujer de ajado semblante e infinita tristeza, tranquilizaron su ánimo.

Intentó mover un brazo inútilmente. Apenas pudo mover levemente la palma de su mano, acaso en un frustrado intento de saludo.

En mutua y silenciosa contemplación pasaban las horas.

Cada vez que el herido, en afiebrado sueño, abría sus ojos, la veía a su lado, y entonces sonreía.

A la caída de la tarde, lenta y trabajosamente, retiró el velamen de la copa del árbol y rodeó su cuerpo con la cálida seda del paracaídas. Rellenó los huecos irregulares donde se apoyaba con heno y pastos resecos y, estrujando su pañuelo a modo de almohada, lo puso bajo su nuca.

Finalmente retiró de su delantal la pequeña caja de cerillas.

Con los últimos rayos del ocaso emprendió el regreso.

Durante un largo rato siguió escuchando los gritos.

Después, solo el monótono cric cric de la rueda interrumpió el profundo silencio de la estepa.

 

Elbio Firpo – Abril 2019

 

 

 

 

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