MITO E HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN RUSA

Si tratamos de comprender Octubre de 1917 más allá del mito, este acontecimiento adquiere los rasgos de una revolución y de un golpe de Estado: un acto de fuerza decidido por el partido bolchevique en el contexto de una crisis revolucionaria que venía profundizándose tras la caída del zarismo. En el plano militar, Octubre no fue una insurrección de masas y, en efecto, surgió de un modo mucho menos espectacular que muchos otros acontecimientos ocurridos unos meses antes en Petrogrado. Más allá de dos salvas del crucero Aurora y de algunos tiros disparados desde la fortaleza de Pedro y Pablo, controlada por los bolcheviques, hacia el Palacio de Invierno, los guardias rojos tomaron por asalto un edificio que había quedado prácticamente sin defensa y detuvieron en unas horas a los miembros del gobierno provisorio (Kerenski ya había huido) casi sin derramar sangre. En el plano político, los bolcheviques supieron explotar las debilidades y las incoherencias de sus adversarios. Su lema –“todo el poder a los soviets”- gozaba de una adhesión muy amplia, que superaba sus propias fuerzas, y fue ratificado en el segundo congreso de soviets de obreros, soldados y campesinos, durante la noche fatídica del 7 de Noviembre. Si la propuesta formulada por Mártov –el jefe menchevique más propenso al compromiso-, de un gobierno de todos los partidos socialistas no fue recibida favorablemente, se debió a que era minoritaria. Los bolcheviques eran minoritarios en el conjunto del país, tal como lo probaron las elecciones para la Asamblea Constituyente, ampliamente dominada por los socialistas revolucionarios, la fuerza más enraizada en los campos rusos; pero habían conquistado la mayoría en los soviets y constituían la fuerza hegemónica en las grandes ciudades como Petrogrado y Moscú. Lograron quedarse con el poder aprovechando a la vez unas mayorías fluctuantes en una asamblea de soviets que tomaba soluciones cada vez más radicales, empujada por la dinámica de los acontecimientos y el descrédito de un gobierno incapaz de restablecer el orden frente a la descomposición del ejército y una hostilidad popular en aumento.

La ratificación del cambio de poder por el congreso de los soviets prueba que octubre no fue un putch en el sentido tradicional del término; sino que este acto de fuerza marcó un punto de inflexión: puso fin a la efervescencia democrática nacida en febrero y abrió una nueva etapa que desembocaría en la guerra civil. Esta última no estaba inscripta en el proyecto ideológico de Lenin y Trotski, pero ya no podían volver atrás, después de haber superado el dualismo de poder entre los soviets y la Asamblea Constituyente. Y la única manera de sobrevivir consistía en combatir a sus adversarios por todos los medios, tratando de montar la ola revolucionaria y de “organizar” la anarquía social que se había apoderado del país. La Revolución Rusa había nacido de la Gran Guerra y su violencia surgía de un trama profundo, de una brutalización de las relaciones sociales, de la cultura y del mundo mental de Europa. Los bolcheviques no fueron los inventores de esta violencia; más bien fueron sus intérpretes, enfrentados a enemigos igualmente feroces, si no más, apoyados por las grandes potencias occidentales.

Para historizar la Revolución, hay que abandonar los mitos. Pero tampoco alcanza con eliminarlos. Más bien habría que estudiarlos, analizarlos y explicarlos, puesto que también pueden cargarse de una fuerza extraordinaria. Sin duda es posible ver en los primeros congresos de la Internacional comunista un cóctel sumamente explosivo en el que se mezclaban revolucionarios, conspiradores, intelectuales, doctrinarios idealistas, aventureros, “cosmopolitas sin raíces”, jefes carismáticos, héroes y mártires, al lado de futuros burócratas, calculadores maquiavélicos, chequistas y, tras bambalinas, algunos verdugos esperando su turno. Pero el comunismo no sólo fue una pesadilla orweliana, también fue un movimiento que logró dotar con un sentimiento de dignidad a las clases subalternas y encender las esperanzas de varias generaciones. Toda la historia del siglo XX fue atravesada por el Jano de dos cabezas capaz de encarnar al mismo tiempo un sistema totalitario y fuertes aspiraciones emancipadoras movilizando a millones de hombres y mujeres a escala planetaria. Quizás por eso hoy, llegados al final de “esta era de los extremos”, nos encontramos en un mundo corto de utopías, en el que la conmemoración de las víctimas de los genocidios llena el vacío dejados por las esperanzas de las revoluciones que fracasaron. Hasta Arthur Koestler, autor de El cero y el infinito y El Dios que fracasó, reconocía la fuerza magnética que había ejercido el comunismo durante toda la primera fase de su trayectoria, ante la cual él mismo no había podido resistirse, “Estábamos equivocados por muchas razones”, escribe en su autobiografía y agrega que “quienes, desde el principio, denigraron la Revolución Rusa lo hicieron principalmente por razones menos loables que nuestro error. Hay un mar de diferencias entre un enamorado desencantado y seres incapaces de amar”.

Extractado de Enzo Traverso: “La historia como campo de batalla”, 2011.

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