La Guerra Fría resultó ser otra fase de la historia de Rusia, y terminó con los ya conocidos dictados de su geografía. El intento de Mijaíl Gorbachov de reformar el comunismo soviético en la década de 1980 puso al descubierto el sistema tal y como era realmente: un imperio inflexible de pueblos sometidos, que en muchos casos habitaban las estepas y las periferias montañosas de los bosques y las llanuras rusos. En cuanto el mismo Gorbachov llegó a reconocer que los preceptos ideológicos en los que se basaba el imperio tenía grandes defectos, el sistema comenzó a desplomarse en su totalidad, y sus piezas anexas se desprendieron del centro de Rusia del mismo modo que los habían hecho tras las caídas de la Rus de Kiev a mediados del siglo XIII, de la Moscovia medieval a principios del XVII, y del imperio de los Románov a principios del siglo XX. Por esta razón, el historiador Philips Longworth afirmaba que su repetida expansión y su consiguiente desplome en el marco de una topografía básicamente llana han constituido una característica predominante de la historia de Rusia. De hecho, según sostiene el geógrafo especialista en Rusia Denis Show, a pesar de que la frontera abierta y la responsabilidad militar que ello suponía “fomentaron la centralización del Estado ruso” –de hecho, el poder de los zares fue legendario–, Rusia fue un Estado débil debido a que sus gobernantes no supieron desarrollar instituciones administrativas sólidas en las provincias más lejanas. Esto provocó que Rusia estuviera más expuesta a las invasiones.
En 1991, cuando la Unión Soviética se disolvió oficialmente, el territorio ruso era el de menor desde antes del reinado de Catalina la Grande. Incluso había perdido Ucrania, el centro neurálgico original de la Rus de Kiev. No obstante a pesar de la pérdida de Ucrania, los Estados Bálticos, el Cáucaso y Asia Central, y pese a la incertidumbre militar en Chechenia, Daguestán y Tartaristán, y al surgimiento de Mongolia Exterior como un Estado independiente, liberado de la tutela de Moscú, su extensión todavía superaba a la de cualquier otra nación del planeta, con más de un tercio del Asia Continental y fronteras terrestres que abarcaban más de la mitad de las zonas horarias del mundo, desde el golfo de Finlandia hasta el mar de Bering. Sin embargo, la protección de esta vasta y pelada extensión –cuyos extremos ya no quedaban resguardados por montañas y estepas—quedó en manos de una población que superaba en muy poco la mitad de la que había habitado la antigua Unión Soviética. (De hecho, la población de Rusia era menor que la de Bangladesh).
Tal vez nunca antes, Rusia había sido tan vulnerable geográficamente en tiempos de paz. Toda Siberia y Extremo Oriente solo sumaban 27 millones de habitantes. Sus líderes no tardaron en evaluar la grave situación. Apenas un mes después de la disolución de la Unión Soviética, el ministro ruso de Asuntos Exteriores, Andréi Kozirev, declaraba en la Rossirskaya Gazeta que “entendimos rápidamente que la geopolítica está remplazando la ideología”. “Repentinamente demonizada en los tiempos de la Unión Soviética –según apunta John Erckson, profesor emérito de la Universidad de Edimburgo–, la geopolítica ha vuelto con fuerza para atormentar a la Rusia post-soviética”. Atrás quedaron las acusaciones de ser la herramienta del militarismo capitalista; no sólo la geopolítica recuperó su prestigio disciplinar en Rusia, sino que también lo hizo la reputación de Mackinder, Mahan e incluso Karl Hausofer. Con un “descarado estilo neomackinderiano”, el dirigente comunista de la vieja guardia, Guenádi Ziugánov, declaró que Rusia tenía que recuperar el control del “corazón continental”. Teniendo en cuenta los altibajos de su historia, además de su nueva vulnerabilidad geográfica, Rusia no tuvo otra opción que convertirse en una potencia revisionista para intentar recuperar, de forma más o menos sutil, su área de influencia en Bielorrusia, Ucrania, Moldavia, el Cáucaso y Asia Central donde aún vivían 26 millones de personas de etnia rusa. Durante la década perdida de 1990, con Rusia al borde del colapso económico, y por lo tanto debilitada y humillada, empezó a engendrarse un nuevo ciclo de expansión,
Estaba claro que la Unión Soviética nunca se reconstruiría. No obstante todavía era posible una especie de unión más informal que llegara hasta las fronteras de Oriente Medio y del subcontinente indio. Ahora bien, ¿qué motivación había detrás de esa llamada a la unión? ¿De qué manera podrían los rusos justificar moralmente esa nueva ola expansionista? Zbigniew de Brzezinski comenta en su libro El gran tablero mundial: la supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos que en la década de 1990, los rusos empezaron a reavivar la doctrina del euroasianismo del siglo XIX como una alternativa del comunismo, cuyo objetivo sería atraer nuevo a los pueblos no rusos de la antigua Unión Soviética. El euroasianismo encaja perfectamente con la personalidad histórica y geográfica de Rusia. Extendiéndose desde Europa hasta Extremo Oriente, aunque sin estar anclada a ninguno de estos territorios, Rusia personifica Eurasia mejor que ningún otro país. Además, una geografía cerrada, que se caracteriza por la crisis de espacio del siglo XXI, evidencia en mayor medida la idea de Eurasia como un conjunto orgánico y continental.
Del mismo modo que la geografía no sirve para explicarlo todo, tampoco es una solución. La geografía es solamente un telón de fondo sobre el que se libra la batalla de las ideas. Incluso cuando la geografía actúa como elemento unificador –como en el caso de Estados Unidos, Gran Bretaña, la India o Israel—los ideales democráticos, la libertad y el sionismo (con su componente espiritual) han sido, a pesar de todo, fundamentales para la identidad nacional. Y cuando un pueblo no tiene otro elemento que lo una, salvo la geografía, como en el caso de Egipto o Japón, bajo los gobiernos del antiguo dictador Hosni Mubarak o del despótico Partido Liberal Democrático respectivamente, entonces el Estado se ve afectado por un profundo malestar que, gracias a la geografía, puede que sea estable, pero nada más.. Por consiguiente, desprovista de zarismo y comunismo, Rusia necesita un ideal inspirador, más allá de una geografía que la una si pretende recuperar los pueblos que sometió antaño, especialmente en un momento en el que su exigua población disminuye a marchas forzadas. De hecho debido a una serie de factores determinantes, tales como una baja tasa de natalidad, un alto índice de mortalidad y abortos y una inmigración escasa, la población rusa, actualmente compuesta por 141 millones de habitantes, podría reducirse hasta 111 millones en el año 2050. Mientras tanto, la comunidad minoritaria musulmana de Rusia está creciendo y en una década podría llegar a representar más del 20% de la población del país, si bien se concentra en el norte del Cáucaso y en la zona del Volga y los Urales, así como en Moscú y San Petersburgo, por lo que muestra una tendencia al separatismo regional, al mismo tiempo que manifiesta cierta predisposición al terrorismo urbano. Las mujeres chechenas tienen un tercio más de hijos que las rusas. Sin duda alguna, una mera invocación de la geografía –que es en realidad de lo que es el eurasianismo y la Comunidad de Estados Independientes—no conseguirá el resurgimiento de un imperio ruso comparable con la Rus de Kiev, la Moscovia medieval, la dinastía de los Románov o la Unión Soviética.
Dmiti Trenin, director de Carnegie Moscow Center, sostiene que en el siglo XXI, “el poder de atracción triunfa sobre el de dominación” y, por lo tanto, “el poder blando debería ser el elemento central de la política exterior rusa”. En otras palabras, una Rusia verdaderamente reformada estaría en mejor posición para ejercer su influencia sobre las periferias euroasiáticas. También hay que tener en cuenta que el ruso es una lengua vehicular desde el mar Báltico hasta el Asia Central, y la cultura rusa, “desde Pushkin hasta la música pop”, tiene todavía una gran demanda. En esta misma línea de pensamiento, la democracia liberal es el único ideal que permitiría a Rusia alcanzar una vez más lo que, en su opinión, es su destino geográfico. Trenin considera que la mejor opción de Rusia, a largo plazo, es la de liberalizar su economía y su política, y de este modo, atraer a otros pueblos que antiguamente habían estado bajo su dominio. Tras la caída del comunismo y el inicio de la globalización, el corazón continental se ha convertido en una potencia por derecho propio. Kazajstán, con una superficie que es más del doble que la de todos los demás Estados de Asia Central juntos, es buena prueba de ello. Mackinder, que temía una separación horizontal del mundo en clases e ideologías, creía que el provincialismo –la división vertical del mundo, en pequeños grupos y Estados–, junto con el equilibrio del poder, es lo que ayuda a garantizar la libertad.