Tal vez si hubiera preguntado dónde era el velatorio no habría acabado en aquella sala del tanatorio de Les Corts, besuqueado por desconocidas mientras los hombres se escapaban hacia la puerta para fumarse un pitillo. Sin saber cómo escapar de aquella situación, di el pésame a la viuda, una mujer hermosa, de unos cuarenta años, que me estrechó la mano con mucha entereza y sin una lágrima que pudiera estropearle el maquillaje. Después me acerqué al ataúd, ya tapado, y pude escuchar unos golpecitos tan leves que el murmullo los hacía imperceptibles.
Me volví hacia la viuda y odié haber aprendido morse en el ejército.