«Nuestros complejos son la fuente de nuestra debilidad:
pero con frecuencia son también, la fuente de nuestra fuerza.
Sigmund Freud.»
No es por demostrar erudición que relato esta curiosa experiencia
con la célebre frase. Tardé muchos años en darme cuenta que
su contundencia sicológica fue el tutor imprescindible para poder
convivir con los complejos sembrados en mi infancia.
El personaje es un amigo. Escribo sobre él como ayer escribí
sobre mi hermano.
Conocí a Helmut- así lo llamaremos- en el Club de Golf hace
veinte años atrás. Fue él quien, desde los primeros días, intentó,
con poco éxito, que lograra pegarle con un palo a la elusiva pelotita.
Helmut, de indudable ascendencia alemana, era alto, bronceado por
el sol, simpático y conversador. Aparentaba, en ocasiones, una leve
petulancia, que yo atribuí a una injusta envidia de mi parte.
Coleccionista de armas, estudioso de la Segunda Guerra Mundial y
con una particular admiración por el B-25, bombardero de nuestra
Fuerza Aérea, más el hecho de transportarse habitualmente en un
Jeep descubierto, de los años cuarenta, fueron razones para iniciar
una amistosa relación.
Viajero permanente, por negocios o por placer, resultaba fascinante escuchar
sus historias que narraba con la naturalidad de quién las ha vivido.
Una de ellas fue su incursión en el tenebroso bosque de más de
mil hectáreas en la ciudad polaca de Rastenburg, donde Hitler había
construido su Cuartel General, la famosa Guarida del Lobo.
Se le había hecho tarde y como a la mañana tenía tenía su vuelo
de regreso, decidió ir, a pesar de la proximidad del crepúsculo.
Donde alguna vez habían existido miles de personas, cientos
de edificios y toneladas de hormigón solo quedaban ruinas.
Cuenta que llegó cuándo anochecía. Llevaba en su mano una
pequeña linterna que alumbraba un estrecho sendero.
Frente a la lúgubre y funesta entrada se detuvo un momento.
De pronto, desde la oscuridad del antro, escuchó un murmullo,
Un canto murmurado que parecía un himno. Por precaución
apagó su linterna. Avanzó con cuidado. Distinguió en el fondo
del destruido paisaje un leve resplandor.
Entonces escuchó claramente el Horst-Wessel- Lied, antiguo himno
Nacional cantado por las juventudes nazis.
Un grupo de personas lo entonaban con contenido aliento frente
a una gran fogata.
Helmut fue descubierto y perseguido por la turba, corrió por el
bosque en sombras y perdió sus mocasines.
Como esquiador experto aportó experiencias vividas en los Alpes
Bávaros, asi como otras regiones como la Selva Negra, Inglaterra
y Escocia. No negaré una ligera envidia ante tantas experiencias
que le permitían mantener su estupendo bronceado.
Desde mi infancia, y retomo ahora el tema relacionado con la
frase de Freud, me acostumbré a los apodos. Mi ascendencia
italiana me proveyó de un incipiente “piquito” que, con el paso
de los años, pasó a ser una nariz típica de la península.
No era precisamente el perfil de Gassman, sin entrar en detalles.
Desde Ñato a Narigón, pasando por Bruja a Ñatito e incluso, el
más divertido de Alicia, sobrina de Agatha y su retorcida naricita que
aparecían en la revista La pequeña Lulu.
Si bien no solía utilizar apodos para nombrar a mis amigos, siempre
tuve un “latiguillo” que utilizaba como saludo cariñoso, el ¡Hola negro!
con alguna variante dependiendo de la distancia ¡ Negro querido!
que acompañaba con el brazo en alto. Y jugando al golf el “latiguillo”
lo usaba a menudo ¡Bien metida negro!, ¡La metiste con la mano negro!
Ocurrió precisamente al finalizar un torneo donde, jugando en pareja
con Helmut, obtuvimos un honorable segundo puesto.
Un pequeño copetín se organizó en el Hoyo 1. Jugadores, amigos y
familiares festejaban el éxito obtenido.
Poco acostumbrado a estar rodeado por aquella pequeña multitud, Helmut
sostenía el trofeo apenas en alto con timidez poco habitual.
En general la categoría Adultos Mayores casi siempre
juega con un limitado grupo que supera los sesenta años y cierta
circunspección, entendida como discreción y mesura, nos caracteriza.
En ese preciso instante, llevado por mi alegría y en el momento en que
Helmut se animó a levantar la copa por sobre sus hombros le disparo el:
– ¡¡Bien Negro…nos merecemos esa copa!!
Entonces, bruscamente, giró su rostro y mirándome fijamente
con anhelante y desencajada faz, me dijo:
– ¿Porqué me decís negro?
En el brindis posterior al Torneo, Helmut fue el de siempre.
Me preocupaba, en mi ignorancia, que error había cometido que
hubiese provocado aquella reacción.
Pasaron muchos años.
Helmut tenía dos hijas que vivían en un país nórdico.
Fui invitado, con unos pocos amigos, a la cena de recepción
en el salón principal del Club de Golf.
Ambas casadas, bellas, acompañadas por sus rubios esposos.
Ambas tenían el cobrizo rostro de su padre.
Y en aquel lejano país la luz del sol es escasa.
Entonces comprendí.
Elbio Firpo.