LA ROMA DE MARCO TULIO CICERÓN (2) – Cicerón de regreso en Roma

Cicerón no ha querido el alevoso crimen de Julio César. Tal vez ni en sus sueños más íntimos se haya atrevido siquiera a desearlo. Bruto y Casio        –aunque Bruto, al sacar del pecho de César el puñal bañado de sangre, ha gritado su nombre, el de Cicerón, poniendo así como testigo de su crimen al maestro del credo republicano- no le han informado de la conspiración. Pero ahora que el crimen se ha perpetrado de modo irrevocable, al menos hay que aprovecharlo en beneficio de la república. Cicerón reconoce que el camino hacia la antigua libertad romana pasa por encima de ese cadáver imperial. Y su deber es mostrárselo a los demás. Un momento como éste, único, no puede desperdiciarse. Ese mismo día, Marco Tulio Cicerón, deja sus libros, sus escritos y el bendito ocio del artista, la contemplación. Con el corazón palpitante, corre hacia Roma, para salvar a la república, la verdadera herencia de César, tanto de sus asesinos como de sus vengadores.

En Roma, Cicerón se encuentra una ciudad confundida, consternada y desorientada. Desde el momento en que se produce, el asesinato de Julio César se revela como más grande que sus autores. La abigarrada camarilla de los conjurados no ha sabido hacer otra cosa que asesinar, nada más que eliminar a ese hombre superior a ellos. Pero ahora que hay que sacar provecho de esa acción, se quedan desamparados, sin saber qué hacer. Los senadores vacilan sobre si deben aprobar o condenar el asesinato. El pueblo, hace tiempo acostumbrado a ser dirigido con mano brutal, no se atreve a opinar. Antonio y los demás amigos de César temen a los conjurados y tiemblan por su vida. Los conjurados, a su vez, tienen miedo de los amigos de César y de su venganza.

En medio de la confusión general, Cicerón se revela como el único capaz de mostrar determinación. En otras ocasiones vacilante y temeroso, como todo hombre de espíritu y nervio, el mismo se pone, sin titubear, tras ese crimen en el que no ha participado. Erguido, pisa las baldosas aun mojadas con la sangre de César y ante el senado reunido ensalza la supresión del dictador como un triunfo de la idea republicana. “¡Ah, pueblo mío, una vez más has recuperado la libertad!, exclama. “Vosotros, Bruto y Casio, vosotros habéis llevado a cabo la acción más grande, no sólo de Roma, sino del mundo entero.” Pero al mismo tiempo exige que a ese acto en sí criminal se le dé un sentido más elevado. Los conjurados deben tomar enérgicamente el poder, desierto tras la muerte de César, y utilizarlo para sin demora salvar la república, para restablecer la vieja constitución romana. Antonio debe encargarse del consulado. Y a Bruto y Casio hay que transmitirles el poder ejecutivo. Por primera vez, y para imponer para siempre la dictadura de la libertad, este hombre de leyes tiene que infringir, por un breve instante en la historia universal, la rígida ley.

Pero ahora se demuestra la debilidad de los conjurados. Sólo eran capaces de urdir una conjura, de cometer un asesinato. Tenían únicamente la fuerza necesaria para hundir sus puñales a cinco pulgadas de profundidad en el cuerpo de un hombre indefenso. Y con ello se acabó su entereza. En lugar de hacerse del poder y emplearlo para restablecer la república, se afanan por conseguir una amnistía a buen precio y negocian con Antonio. A los amigos de César les dan ocasión para reunirse y con ello desperdician un tiempo precioso. Cicerón, con perspicacia, reconoce el peligro. Se da cuenta que Antonio prepara un contragolpe, que habrá de liquidar no sólo a los conjurados, sino también las ideas republicanas. Previene, lanza invectivas, instiga y pronuncia discursos, para obligar a los conjurados, para obligar al pueblo que actúe con decisión. Pero -¡histórico error!- él mismo no lo hace. Ahora tiene los recursos en sus manos. El senado está dispuesto a declararse conforme. El pueblo en definitiva sólo espera que alguien con decisión y arrojo se haga cargo de las riendas que se han escapado de las fuertes manos de César. Nadie se habría opuesto. Todos habrían respirado aliviados, si ahora él se hubiera hecho cargo del gobierno y en medio del caos hubiera puesto orden.

El momento histórico, el momento universal de Marco Tulio Cicerón, que tan ardientemente añorara desde sus discurso catilinarios (“¿Hasta cuando abusarás, Catilina, de nuestra paciencia?”), ha llegado por fin con esos idus de marzo. Y si hubiera sabido aprovecharlos, la asignatura de Historia que todos nosotros estudiamos en la escuela habría sido distinta. El nombre de Cicerón no se habría transmitido en los anales de Livio y Plutarco como el de un mero escritor notable, sino como el del salvador de la república, como el del verdadero genio de la libertad romana. Suya sería la gloria imperecedera de haber tenido en sus manos el poder de un dictador y de haberlo devuelto voluntariamente al pueblo.

Pero en la Historia se repite sin cesar la tragedia del hombre de espíritu que, en el momento decisivo, incómodo en su fuero interno por la responsabilidad, rara vez se convierte en un hombre de acción. Una vez más, en el hombre de espíritu, en el creador, se renueva la misma escisión: ver mejor las necedades de su época le lleva a intervenir y en un momento de entusiasmo se lanza con pasión a la lucha política, pero, al mismo tiempo, duda sobre si se ha de responder a la violencia con violencia. Su conciencia retrocede ante la idea de practicar el terror y derramar sangre. Y esa vacilación y esa deferencia en ese momento único, que no sólo autoriza la falta de consideración, sino que incluso la exige, paraliza sus fuerzas. Tras un primer arranque de entusiasmo, Cicerón observa la situación con peligrosa clarividencia. Observa a los conjurados, los que aun ayer ensalzaba, y ve que no son más que unos pusilánimes, que huyen de las sombras de su propio crimen. Observa al pueblo y ve que hace tiempo ya no es el viejo populos romanus, aquel pueblo heroico con el que soñara, sino una plebe degenerada que sólo piensa en el beneficio y en la diversión, en comer y en el juego, panen et circenses, que un día recibe con júbilo a Bruto y a Casio, a los asesinos, y al siguiente a Antonio, quien clama venganza contra ellos, y al tercero a Dolabela que manda derribar todos los retratos de César. En esa ciudad degenerada, reconoce, nadie sirve ya con honradez a la idea de la libertad. Todos quieren únicamente el poder o su bienestar. César ha sido eliminado en vano, pues todos ellos aspiran y pelean por su herencia, por su dinero, por sus legiones, por su poder. Tan sólo buscan el provecho y la ganancia para sí mismos, y no para la única causa sagrada, la causa de Roma.

A la vista de su fracaso, Cicerón debe reconocer que su papel de conciliador ha terminado, que ha sido demasiado débil o demasiado cobarde para salvar a su patria de la amenaza de la guerra civil. De modo que la abandona a su destino y vuelve a sus libros en la solitaria villa de Pozzuoli, en el golfo de Nápoles.

Próxima entrega: El testamento político y moral de Cicerón

 

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