El cazador de cálculos

La desagradable situación, por llamarla de alguna manera, a la que se enfrentaba Ronald Fucille, sentado en un duro banco de madera de la Comisaría, solo podría explicarse por el cúmulo de circunstancias adversas fatalmente coincidentes en un preciso punto de colisión. El día, la hora y el lugar equivocados donde Ronald no debía haber estado.

Por suerte le habían quitado las esposas y no lo habían encerrado en uno de los calabozos con el resto de los detenidos, algunos de los cuales había visto pasar en diferentes niveles de embriaguez, alcohólica o de otro tipo, durante las cuatro largas horas de su detención.

Pero no nos equivoquemos. Fucille se enfrentaba a un cargo de atentado violento al pudor y a la muy alta posibilidad de ser pasado a Juez.

Entre el lugar donde se encontraba y la puerta de entrada a la Comisaría se interponía un amplio escritorio donde una policía femenina trabajaba pasando datos en una computadora. Cada tanto suspendía su labor para cebarse un mate y fumarse un cigarrillo de tabaco negro. Un fuerte aroma se desprendía de la latita que oficiaba de cenicero donde se acumulaban los puchos.

Por entonces todavía no se había promulgado la ley que prohibía fumar en lugares cerrados.

Observador sensible y constante de la naturaleza humana, Ronald no pudo menos que considerar que la funcionaria solo tenía de femenino el rojo color de sus labios y uñas. No era precisamente una de las delicadas ninfas que aparecían en la propaganda televisiva desfilando garbosas sobre sus delicados tacos. Su cuerpo no parecía haber sido sometido alguna vez a régimen dietético alguno. Las mangas cortas de su camisa reglamentaria, apretaban sus gruesos y oscuros brazos y la corpulencia de su complexión ocupaba ajustadamente su asiento de trabajo.

De su amplia cintura pendía el cinturón con una amenazante pistola .

A la angustia inicial de los primeros y violentos episodios de su arresto, siguió una profunda depresión, agravada por el hecho de no poder estructurar una defensa plausible de sus actos que, el mismo reconocía, aparecían como altamente incriminatorias a los ojos de sus acusadores.

Frente al imponente totem negro que cada tanto le enviaba fulminantes miradas de desprecio, Ronald Fucille reflexionaba apesadumbrado

Todo había comenzado mucho tiempo atrás, Ronald apenas había cumplido los dieciocho años cuando un dolor inguinal,  sordo y constante, se transformó en insoportable sufrimiento motivando una internación urgente. De los múltiples exámenes que le fueron practicados, que incluyeron rayos y ecografías, se le diagnosticó un cólico nefrítico, es decir, una incómoda piedrecilla pugnando por salir desde lo profundo de su riñón izquierdo. Del tratamiento normal para estos casos, de calmantes, antibióticos y mucha agua, Ronald recordaba la entrega de unos pequeños filtros cónicos de papel que el urólogo que lo atendía puso en sus manos.

– No lo deje escapar…jovencito…captúrelo apenas salga …haremos justicia con él…

Si bien la advertencia había sido dicha con tono humorístico Ronald, afectado por los medicamentos y algún quintillo de fiebre, recibió el mensaje como si se tratase de un cazador en busca de una elusiva presa.

Esa noche, exactamente a las tres y cuarto de la madrugada, Ronald registraría la ocurrencia del portento en su diario personal, la oscura piedrecilla quedó detenida en el fino entramado del filtro. Desde el instante en que la vio quedó subyugado por minúsculo guijarro al que lavó y secó meticulosamente guardándolo en una pequeña caja de medicamentos. Inexplicablemente no le dijo al médico lo ocurrido y, ante el resultado de una última ecografía, fue dado de alta, asumiendo el facultativo que el cálculo había sido expulsado sin que el paciente se diera cuenta.

A partir de allí Ronald  Fucille se convirtió en un “ponedor de piedras” como suele identificarse en la jerga médica a aquellos pacientes que no responden a tratamiento alguno y cada tanto tiempo expulsan, en el mejor de los casos, los dolorosos pedruscos.

Su vida entera se articulaba en relación a la ocurrencia de estos episodios, a veces solucionados en su propio hogar con los métodos adquiridos en las sucesivas experiencias. Así, ante el menor dolorcillo sospechoso, tomaba ingentes cantidades de agua, sus infaltables comprimidos de Buscapina  y se colocaba una bolsa de agua caliente a la altura de sus riñones.

Nacido de un matrimonio mayor que ya había perdido la esperanza de tener hijos, Ronald había sido una bendición en sus vidas, mimado y consentido, la aparición de esta dolencia menor en su vástago había incrementado ese sentimiento de protección excesiva que suele darse en parejas con hijos únicos. Solo así puede explicarse que no advirtieran la evidente obsesión de Ronald en relación a su enfermedad renal. Las paredes de su cuarto, exentas de los habituales posters deportivos, banderines de clubes preferidos, o aún almanaques de gomerías, lucían un enorme cartelón, regalo de uno de sus médicos urólogos de Casa de Galicia, donde aparecía en brillantes colores el sistema genito urinario masculino y sus distintos órganos

Para un observador prejuicioso el tamaño de alguno de ellos podría despertar curiosas sospechas.

De igual manera la colección de piedras expulsadas a lo largo de los años, meticulosamente ordenadas por fechas, tamaño, composición y lugar de rescate, ocupaban un lugar de privilegio sobre su escritorio.

Fuera de esas excentricidades, Ronald Fucille era un muchacho normal con las apetencias propias de su edad y género que no le costaba relacionarse con el sexo opuesto. Lamentablemente el tema excluyente de su charla provocaba que las mismas no perduraran.

Su noviazgo más largo con María Elisa Etchevarriarza , hermosa joven perteneciente a una familia adinerada de Carrasco, terminó abruptamente cuando familiares y amigos auguraban una formalización de la relación y un enlace matrimonial a corto plazo.

Otra vez las circunstancias adversas concatenadas le jugaron una mala pasada.

Ocurrió en la reunión en que los padres de ambos jóvenes se conocerían oficialmente. Los Etchevarriarza  la habían organizado en el amplio jardín de su residencia y habían invitado a un selecto grupo de personas entre las que se contaban las infaltables tías viejas, primos y amigos íntimos de la familia.

Ronald hacía pocos días que había sido dado de alta de su más prolongada y dolorosa internación a causa de sus cólicos. Una piedrecilla rebelde se había incrustado en la mitad de su uréter izquierdo y fue necesario destruirlo mediante una endoscopía uretral con utilización de pinzas quirúrgicas y aplicación de sedación local mediante una fuerte dosis de Lidocaína ,aplicada mediante inyección ,en una parte especialmente sensible de su anatomía.

A pesar de ello, algo pálido y demacrado, estuvo siempre a la altura de la importancia del hecho social. Mostrábase animoso al lado de su prometida despertando claras muestras de simpatía entre los recién conocidos parientes de María Elisa.

En ningún momento hizo mención a las causas de su reciente hospitalización eludiendo con elegancia todas las preguntas sobre el asunto.

Sería injusto no mencionar la prédica, acaso ruego de lacrimosa preocupación, de don Atilio Fucille, padre de Ronald, de que se abstuviera de toda alusión a su monotemática inclinación.

Respetuoso del pedido de su padre así lo hizo.

Por lo menos hasta la hora de los brindis.

Retiraban los mozos los platos del postre. Reclinados en sus sillas, satisfechos por la excelente cena y el buen vino, los comensales esperaban que el dueño de casa comunicara lo que todos ya sabían. Y así lo hizo después de un delicado llamado de atención golpeando una copa con una cucharilla de café.

Aplausos. La circunstancia obligaba una respuesta de Ronald.

Se puso de pie. Dirigió una amorosa mirada a su novia sentada a su lado y empezó a hablar.

Para entonces, su organismo debilitado por los antibióticos, analgésicos y la dieta hospitalaria, fue campo fértil para que el champagne “ Bruit “  invadiera rápidamente su cerebro provocando un cortocircuito de funestas consecuencias.

-Como todos ustedes saben…-comenzó ante la comprensiva audiencia- el uréter es un órgano hueco que comunica los riñones con la vejiga…

Atilio Fucille, sentado en un extremo de la mesa, cerró los ojos en tanto su corazón iniciaba una acelerada taquicardia.

…la inflamación provoca un dolor insoportable…la uretra…su composición de oxalatos cálcicos o de ácido úrico…

Cuando Ronald explicó con detalles la sedación mediante inyección de Lidocaína los hombres presentes contrajeron automáticamente sus extremidades inferiores con doloroso gesto.

Finalmente, ante la concurrencia convertida en piedra, sacó de su bolsillo un trozo de algodón y exhibió los oscuros restos del cálculo de cristales de urato.

– Me los obsequió el doctor Jacinto Perera, mi urólogo de cabecera -concluyó con orgullo.

Años después Ronald encontraría su alma gemela. Carmencita, nacida en Artigas, de manos regordetas y ágiles, fue la enfermera que rasuró sus partes pudendas poco antes de una de sus tantas intervenciones quirúrgicas. Se entendieron desde el primer momento. Probablemente porque compartió con el su afición por las piedras renales y fue la primera, sino la única, en admirar su extensa colección.

Se casaron al poco tiempo.

Como muchas personas afectadas por una larga enfermedad, Ronald había desarrollado un erudito conocimiento de su patología renal, llegando incluso a predecir con diferencia de horas, que curso iba a seguir el cálculo de turno. Su espíritu de cazador lo llevaba a soportar el dolor, apenas mitigado por los remedios caseros, evitando la consulta por  temor a perder su ansiada presa.

No era lo mismo recibir de regalo una hermosa piedra de oxalato cálcico envuelta en una gasa esterilizada que capturarla en el momento preciso de su vertiginoso y acuoso salto ornamental.

Su arma preferida: el eficiente filtro cónico de microscópica urdimbre que no dejaba escapar ni un grano de arena.

Nunca salía a la calle sin verificar que tuviese un par de ellos en alguno de sus bolsillos.

La tarde de su detención Ronald caminaba por la calle Juncal cuando de pronto sintió que el dolor que lo aquejaba desde hacía días cesaba repentinamente. Eso solo podía significar una cosa: su coleccionable había pasado el estrecho canal de su uréter y  sería cuestión de tiempo que intentara escapar..

Sonrió para sus adentros. No lo conseguiría. Llevó su mano al bolsillo trasero de su pantalón. Su filtro no estaba. Revisó nervioso todos los bolsillos. Nada. No puede ser-se dijo-cada vez más intranquilo. Recordó entonces que el pantalón que llevaba puesto recién había llegado de la tintorería. Como pude ser tan descuidado-se recriminó duramente.

Para entonces los cinco litros de agua ingeridos exigían una inminente respuesta fisiológica.

Decidido a no dejar escapar su trofeo aceleró el paso hacia el bar que divisó dos cuadras más adelante. Su rostro, demacrado por el sufrimiento y la urgencia del momento, mostraba un gesto que podría confundirse fácilmente con la locura o la perversión.

Ronald no pudo advertir, cuando entró casi corriendo al oscuro cafetín aduanero en busca del baño, la alarma del dueño, un español calvo de velludos brazos, que secaba vasos detrás del mostrador. Tampoco al policía de la Primera que acababa de dejar el servicio y tomaba un café acodado en una de las pocas mesas del establecimiento.

El Parte que explicitaba claramente el motivo de su detención hubiera sido otro si, en el estrecho recinto pleno de acres olores, no se hubiera encontrado el fornido changador que descargaba sus dos litros largos de cerveza con metálica y contundente sonoridad.

Lo encontraron de rodillas con las manos todavía apoyadas en la corroída chapa mojada por el agua que, desde un caño con orificios pleno de óxido y costras inmemoriales, se deslizaba displicente.

– ¡ Estoy buscando una piedra!-dijo con tono agónico, mientras el policía, con la ayuda del dueño le colocaba las esposas.

No le creyeron.

La noche cae lentamente sobre la Ciudad Vieja.  De algún lado llegan sonidos de tambores. Un humo invisible trae desde la calle olor a asado. A las ocho la  recia policía femenina de la tarde es relevada por un agente flaco y desgarbado con cara de bueno.

– Llamó su mujer…dice que viene para acá- le comunicó con piadosa mirada que Ronald agradeció con los ojos llenos de lágrimas.

…tiene ganas de llover-agregó el funcionario mirando para afuera ligeramente conmovido.

Carmencita bajó del taxi y estuvo a punto de caerse al tropezar con uno de sus zuequitos blancos contra el cordón de la vereda. En el apuro por llegar ni se había sacado la túnica que lucía en tinta negra indeleble el rótulo Casa de Galicia.

Se abrazaron llorando ruidosamente.

El pequeño escándalo llegó hasta el despacho del Comisario que abrió la puerta con severo rostro. Bajo su pelo renegrido peinado a la gomina, los ojos achinados metían miedo. Los mostachos caían indolentes sobre las comisuras de sus labios.

Después volvió a cerrarla.

Se hizo un silencio sepulcral.

Los sobresaltó el timbrazo. El agente acudió presuroso al llamado de su superior.

– El señor Comisario va a recibir a la señora-les comunicó a Ronald y Carmencita que permanecían muy juntos tomados de las manos.

Sumido en negros pensamientos Ronald volvió a quedarse solo.

Pensaba en su padre. Tenía más de setenta años. La noticia de su arresto podría agravar su vieja afección cardíaca. Imaginaba las crueles burlas de sus compañeros del Banco República donde trabajaba como cajero cuando lo vieran en Telenoche. Y por último se preguntaba, en el colmo de su congoja, si lo alojarían en Cárcel Central o, tembló de solo pensarlo, lo enviarían al Comcar.

Carmencita tardaba una eternidad dentro del despacho. La veía de rodillas llorando desconsolada rogando inútilmente ante el inconmovible Comisario de rostro de mariachi. Por un instante de heroica indignación se figuró entrando a rescatarla de tamaña iniquidad. Pero permaneció inmóvil, doblado sobre si mismo, con la mirada fija en las sucias baldosas del local.

Cuando sintió que la puerta se abría el corazón le dio un vuelco.

Desde el vano Carmencita le sonreía. Y también el Comisario que le recordó, en insólita asociación, a Pedro Armendariz, un legendario actor mejicano del que su madre siempre hablaba.

– Vámonos Ronald …está todo arreglado…se trató de una horrible confusión…ya se retiró la denuncia…y que casualidad el Comisario De Souza es de Artigas…sus padres eran vecinos de los míos…

Salieron a la calle. Amorosamente tomados de la cintura caminaron indiferentes a la llovizna fría que los mojaba.

-Era grande como un grano de maíz, Carmencita…se me escapó por un pelo…

Y ella, con cariñoso acento abrasilerado, le contestó suavemente.

– Ya vendrán otros, Ronald…ya vendrán otros…

Elbio Firpo. Setiembre del 2009.

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