El chajá – Elbio Firpo

Desde su estilo clásico inglés, en un entorno de jardines con variedad de especies vegetales, la residencia presidencial de Suárez tiene un encanto que no solo proviene del atractivo visual sino también del histórico.

Ubicada en el mismo Prado, casi dentro del Jardín Botánico, del que la separan solamente sus paredes, todo en ella nos lleva a pensar en sus habitantes, la mayor parte de los cuales rigieron nuestros destinos, y es probable que así siga ocurriendo.

Cada Presidente dejó allí algo de su propia vida y de sus gustos particulares. En algún momento, la parte superior de la residencia tuvo un gimnasio, más recientemente, una sala cinematográfica y en un bucólico rincón del predio, rodeado por ligustros, surgió un día una piscina complementada por una amplia churrasquera.

Una de mis responsabilidades como Edecán Aéreo era mantener ese equilibrio natural entre la vieja casona y la cuidada floresta, pasando por todos los detalles imaginables para el bienestar del Presidente y su familia.

Tenía para esa labor personal idóneo, con muchos años al servicio de la residencia. De tal modo que el placer de caminar por los jardines, deteniéndome en cada detalle, era mi trabajo.

Debo aclarar que esta “misión” fue tradicional del Edecán Aéreo, acaso por asociar nuestra profesión con las mariposas que se posan de flor en flor, en un vuelo sin mucho sentido pero con mucha gracia.

Debía, no obstante, caer en excesos parnasianos. Sobre los muros y techos de Suárez la guardia estaba atenta y un exagerado despliegue olfativo con entrecerrar de ojos, sobre un delicado Pensamiento, podía mal interpretarse.

Pero Suárez, aparte de su encantadora floresta, tenía su fauna. La natural; me refiero a la variedad de especies canoras que encontraban refugio en la fronda, hasta la adquirida, que iba desde los delicados pececillos de colores que nadaban en estanques junto a rudos tortugones, hasta una yegua blanca de soberbio porte. Entre ambos extremos tenían su hábitat dos perros, varios teru-terus, algunos gallos y gallinas, un lechón, con el que un día se hicieron chorizos, y una pareja de chajaés, magníficos ejemplares, símbolos del grito de alerta, la llamada de la tierra y la carga de las lanzas.

Mi primer encuentro con uno de ellos ocurrió una mañana soleada en que atendía las novedades diarias desde mi despacho con amplia vista al jardín.

Sorprendido por un fuerte y desagradable graznido, vi aparecer sobre el patio exterior de mármol al animalejo. Avanzaba lentamente, el cuello tieso y la cabeza altiva. Mantenía una pata en el aire para después de un momento posarla y levantar la otra. Se pavoneaba con movimientos casi humanos, como demostrando que para él, o ella, no había lugares prohibidos.

Suspendimos momentáneamente el trabajo con la secretaria y observamos divertidos los estudiados giros del chajá. Pasados unos minutos nos dio la  espalda y pareció que, cansado de su exhibición, se alejaría.

Nos equivocamos. El robusto animal extendió sus alas y en equilibrio sobre sus ganchudas patas, procedió a la más grosera y sorpresiva de las deyecciones sobre el impoluto piso de mármol.

Mi reacción fue inmediata. Furioso por el acto escatológico, que consideré premeditado, más aun en presencia de una dama, abrí la puerta vidriada y arremetí contra el bichejo. No fui muy lejos. El chajá giró rápidamente .

Extendió sus alas con dos enormes púas y afirmado sobre sus garras avanzó hacia mi con sus pico amenazante.

De su cogote largo y erizado, como mi piel, salió un horrible graznido que paralizó mi ánimo. Apenas tuve tiempo de volver sobre mis pasos y cerrar la puerta cuando el engendro se abalanzaba.

Tardé en recuperar mi compostura. La compasiva secretaria me acercó un té de tilo. Pero mi moral no tenía levante. El chajá permaneció un rato más en  actitud desafiante y terminó por alejarse sin apuro.

A partir del episodio y por duro que sea confesarlo, temía encontrarlo en algún rincón umbrío del jardín pronto a saltarme. Si lo veía de lejos, cambiaba mi rumbo hacia zonas más seguras.

Paseaba con su pareja con aire petulante y ya no tuve dudas en cuanto al sexo de mi enemigo.

Mientras tanto, la rutina de ese mundo aislado y cautivante, cuando no cautivo, discurría con los rituales diarios. Advertí, sin embargo, alguna variante en la conducta del chajá. De “él”. Poco antes de la salida del Presidente me acercaba a la explanada de la puerta principal y en condiciones de buen tiempo, allí lo esperaba.

La primera vez que ocurrió , lo vi de lejos.

Sobre la escalera de mármol crecía una forma oscura y cónica que destacaba en la blancura de la piedra.

¡ El maldito chajá! Corrí, cosa que no hacía habitualmente , intentando evitar el desarreglo del uniforme y perder el “empaque”, en tanto llamaba al encargado, a la guardia y al jardinero.

Apenas retirada la “cosa”, se abrió la puerta y apareció el Presidente..

La primavera invitaba al optimismo. Aspiró profundamente el aire puro de la mañana y casi sonriente, me saludó:

– Buenos días, Saldías.

-Buenos días, señor Presidente- contesté bastante agitado.

En ese momento surgió. Seguramente, escondido detrás de alguna mata, el gallináceo esperó el momento propicio para desfilar con olímpico paso frente al primer mandatario, que no ocultaba una especial predilección por el animal. Cada vez que estaba de servicio ocurría algo similar. Nunca pude adelantarme a su jugada, quizás por el temor de aquel primer encuentro. Lo cierto es que más que acumular resentimiento, nada podía hacer. Un intento de homicidio, aún encontrando el sicario apropiado, me traería , tras la correspondiente investigación mayores complicaciones.

Un domingo de noche, pasado algún tiempo de los hechos relatados, sonó el teléfono en mi casa. Ese fin de semana me tocaba libre. Al ser la línea presidencial la que llamaba, atendí con cierta inquietud.

-¿Comandante Saldías?

– ¿Qué tal Morticio?…¿ Alguna novedad?

El personaje al que he bautizado Morticio era el encargado de la residencia Suárez. Antiguo sub- oficial de la Armada, con miles de horas de navegación, eficiente y leal en extremo, era el verdadero “Alma Mater” de todo lo relacionado con Suárez. Muy alto y delgado, pelo negro e indócil que caía sobre un rostro pétreo, Morticio siempre fue mi tabla de salvación ante problemas que creía insolubles.

Siempre vestía el traje azul oscuro correspondiente, lo que le otorgaba un aspecto ligeramente fúnebre.

-Si mi Comandante…murió el chajá.

La noticia, lejos de alegrarme, habida cuenta de lo poco que apreciaba al bicho, me consternó profundamente.

El Presidente en el interior del país, llegaba el lunes en la mañana.

-¡Pero Morticio!… ¡Recién me avisa! ¿Cómo pasó?.

– Acaban de encontrarlo, mi Comandante¿ Porqué no se viene? No lo dudé un instante.

Era noche cerrada cuando me abrieron las rejas de Suárez. La soledad de la casa sin gente me recordó la casa de Usher.

Fui directamente al fondo. A la luz de las linternas, una forma oscura que reconocí como el gallináceo, se extendía rígida junto al alambrado.

-Lo encontró el soldado de guardia.

No tiene signos de violencia…no me imagino de que pudo haber muerto. En cuclillas, junto al cadáver veía la silueta de Morticio, que la luz indirecta de los reflectores externos recortaba sobre un fondo de cipreses.

Soplaba un vientecillo desagradable. Por un instante me acongojó la viuda, que imaginé mirando desde las sombras. Porque no cabía duda. Era “él”. El tiempo apremiaba. Hice retirar los mirones y nos quedamos solos..

–     Usted dice que no sabe de que murió. Ilumine aquí, Morticio, por favor.

Venciendo cierta repugnancia, tomé con ambas manos al desventurado de sus alas y lo arrastré hasta el alambrado. Elegí el cuadradito de alambre más chico por donde el finado difícilmente hubiera podido pasar la cabeza y con la punta de los dedos le acomodé el cogote.

-Vea, Morticio. ¿Se da cuenta ahora como murió?

– Sin duda, mi Comandante. El pobre se desnucó al querer sacar la cabeza.

-Exacto, Morticio. Exacto.

Regresamos. Todavía quedaba una cosa por hacer: conseguir antes de la mañana dos nuevos ejemplares. No hay nada que no logren altas dosis de adrenalina en el cuerpo.

Para entonces era casi la medianoche. Busqué en la guía el número del Intendente del Departamento de B, donde sabía existía un zoológico.

– Señor Intendente…perdone la hora…habla el Comandante Saldías de Presidencia…pequeña tragedia… El Intendente comprensivamente entendió la situación. Tenía casualmente dos pichones, macho y Solo tenía que mandarlos buscar. Faltaba un detalle. Llamé a la Brigada Aérea de A. Un amigo.

-¡Macho! ¡Son las dos de la mañana!

-Necesito un transporte de A a B y de B a Y a Montevideo antes de las nueve.

-¿Qué? ¿Son heridos? ¿ Accidentados? ¿Quemados?-

-No…dos chajaés.

El lunes primaveral amaneció esplendoroso. Casi a las diez de la mañana se abrieron los portones de Suárez. El Mercedes rodeó la rotonda plena de flores de estación y se detuvo.

Morticio, detrás de mí, adoptaba una exquisita postura fúnebre, cabeza gacha y manos cruzadas por delante. Yo, naturalmente circunspecto y con una palidez nada fingida, esperé que el portero abriese la puerta del coche.

Había expectación en la comitiva de recibo que se mantenía a prudencial distancia.

-Buenos días, Saldías.

-Buenos días, señor

– ¿Alguna novedad?

-Si, señor Presidente, falleció el chajá.

Había que resistir en las playas las primeras andanadas de grueso calibre. Detrás de los “bunkers” de nuestros rostros, nos mantuvimos firmes.

-¡¡¡Qué!!! ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Dónde está?

– En el fondo, señor Presidente…lo hemos cubierto con una manta- contesté piadosamente, mientras Morticio asentía lentamente.

Agitando los brazos, el Primer Mandatario, seguido por todos nosotros, se encaminó a la linde del predio con el Jardín Botánico. Su saco de corte inglés flameaba. Muy cerca suyo el General, Jefe de la Casa Militar, le acompasaba el ritmo.

A Morticio lo llamaría Siboldi. Tal perfecta coordinación solo se ve en los grandes. Como logró que dos soldados transportando una jaula interceptaran casualmente al acelerado grupo, es algo que nunca me explicaré totalmente.

-¿Qué es eso?- preguntó deteniendo totalmente el paso y el de todos nosotros.

-Dos pichones de chajá, señor Presidente- contestó Morticio- el señor Comandante habló con el Intendente de B y después de mucho esfuerzo…

-¡Que lindos bichos!…¿Macho y hembra?

– Por supuesto, señor Presidente. El ambiente se distendió. Los dos gallináceos, futuros ”Aliens”, eran realmente muy graciosos y sus graznidos apenas audibles.

Había que aprovechar el momento. Me acerqué cabizbajo.

-Señor Presidente…si usted nos permitiera…Me refiero al chajá…con Morticio nos gustaría…

-Si, si, Saldías. Encárguese del entierro. Gracias-

Nos alejamos consternados del grupo que se dispersaba. Cuando estuvimos lo suficientemente lejos nos detuvimos tras un grueso árbol de magnolias. Aspiramos profundamente el aire embalsamado y sin permitirnos una sonrisa, nos dimos la mano.

-Hágase cargo, Morticio.

-Si, mi Comandante.

Amables e inesperados, los versos de Benedetti vinieron a mi memoria.

“ Sin prevenciones me doy vuelta y siguen aquellos dos a la izquierda del roble eternos y escondidos en la lluvia diciéndose quien sabe que silencios…cuándo la lluvia cae sobre el Botánico aquí se quedan solo los fantasmas.”

Nunca pregunté a Morticio donde descansa exactamente el belicoso Chajá de Suárez. Es probable que, salvando el muro, se encuentre próximo al roble del poeta.

De lo que estoy seguro es que no debo buscarlo a la izquierda.

Del libro «A la derecha del Roble».  Elbio Firpo 2008

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *