Ella y yo trabajábamos en una editorial de capitales europeos, y que se preciaba de haber publicado la primera Biblia que usaron los jesuitas en tierras de México.
A la hora del almuerzo, ella y yo nos quedábamos solos. Los otros correctores, la cartógrafa (¿era una sola?), las tipeadoras, las mujeres de dedos velocísimos de la oficina de cobranzas, las secretarias de los gerentes, salían a ocupar sus mesas en los bodegones que abundaban por los alrededores de la empresa y, sentados, pedían ensaladas ligeras y Coca-Cola.
Ella, a esa hora, extraía, de su bolso, revistas en las que aparecían figuras ululantes con nombres que, probablemente, castigaban algo más que mi ignorancia de hombre cercano a las edades de la vejez.
Ella, a esa hora, escupía, en una caja de cartón depositada al pie de su escritorio, un chicle que masticó durante toda la mañana y suplantaba el chicle por un sándwich triple de miga, jamón cocido y queso.
También cruzaba las piernas y un zapato se balanceaba en la punta del pie de la pierna cruzada sobre la otra.
Ese viernes, ella llevaba puesto un walkman.
Yo no miré su cara en el mediodía de ese viernes de un julio huérfano de alegría: miré un fino hilo de metal que brillaba un poco más arriba de la leve tapa de su cabeza, y después miré su cabeza, y miré su largo y lacio pelo rubio.
Dejé de suprimir gerundios aborrecibles en el original de una novela que llevaba vendidos quince mil ejemplares de su primera edición, antes de que la novela y los gerundios que sobrevivirían a las infecundas expurgaciones de la corrección se publicaran, y cuyo autor, la cotización más alta de la narrativa nacional, es un hombre que ama el vino y el boxeo, y aprecia las bromas inteligentes, y caminé hasta el escritorio de ella. Y cuando llegué hasta el escritorio de ella, miré, por encima de la cabeza de ella, y de la corta antena de su walkman, el cielo de ese mediodía de viernes. Miré, por las anchas ventanas de la sala vacía y silenciosa, el cielo gris, y algún techo desolado, y unas sábanas puestas a secar que batían el aire frío y violento.
Me agaché, y agachado, me arrastré debajo de su escritorio, y allí, en una tibieza polvorienta, hincado, le acaricié el empeine del pie, el talón y los dedos del pie, por encima de la seda negra de la media. Ese ablandamiento de una elasticidad tensa y fría duró lo que ella quiso que durase.
La calcé y, después, me puse de pie, y frente a ella, le pregunté, en voz baja, si la había molestado.
Ella me miró. Y sus labios, empastados con manteca y queso de máquina, me prometieron un invierno interminable.
—Hacelo otra vez —dijo, y le brillaron los dientes empastados, ellos también, todavía, con miga, manteca y queso de máquina.