EL MAR NEGRO EN LA EDAD MEDIA

 

El Bósforo, el estrecho de treinta kilómetros que une el Mediterráneo con el mar Negro, es uno de los canales de comunicación marítimos claves a nivel mundial. Es un estrecho corredor marítimo que serpentea entre altas colinas y que se formó durante la última Edad de Hielo, cuando el Mediterráneo entró en contacto con el mar Negro, que entonces era un lago. Los estrechos están gobernados por sus particulares fuerzas hidráulicas. La potente corriente que empuja el agua del mar Negro, más fría y que alcanza una velocidad de cinco nudos por hora hacia el Mediterráneo, se invierte a cuarenta metros de profundidad por una corriente submarina que envía agua salada más pesada Bósforo arriba, de modo que un barco que echa una red para pescar puede descubrir que la red se arrastra hacia el norte, en contra de la dirección aparente de la corriente. A finales de verano, durante la estación de apareamiento, millones de peces solían emigrar por el estrecho en dirección norte, tanto que se podía atrapar al bonito en el Cuerno de Oro con las manos desnudas, según el geógrafo griego Estrabón, o apresarlos tranquilamente con redes desde las ventanas de las casas en la orilla. En invierno, el Bósforo era una región de niebla y nieve; vientos gélidos llegados de las estepas rusas lo atravesaban, y de vez en cuando algún iceberg topaba con las murallas de Constantinopla. El Bósforo, como señalaría más adelante el viajero francés Pierre Gilles, era la razón de la existencia de la ciudad: “Con una llave abre y cierra dos mundos, dos mares”. Y al final del siglo XIII, con la pérdida de Acre y el cierre de los zocos del delta del Nilo, el Bósforo se convirtió el centro de la gran disputa entre Génova y Venecia. En ese entonces su llave abría el acceso al segundo mundo, el del mar Negro.

Los griegos clásicos lo describían como placentero con la esperanza de apaciguar sus temibles borrascas y ominosas profundidades, pero el mar Negro tiene un corazón oscuro. Más allá de los doscientos metros de profundidad, el mar se hunde en el silencio. Estos estratos profundos albergan la mayor reserva mundial de sulfuro de hidrógeno, un gas tóxico. No hay oxígeno. El agua está muerta; la madera se conserva eternamente. Los fantasmales cascos de miles de años de naufragios marítimos permanecen incorruptos en el lecho del mar; solo sus partes de hierro –anclas, cabos, armas y cadena- han sido devoradas por las venenosas aguas profundas. Los venecianos los llamaban el mar Mayor y les asustaba. Su centro es un desierto; no hay islas que sirvan de escalones y que puedan aportar refugio frente a las tormentas, como en el Egeo; la mayoría de los barcos preferían costear por sus orillas o se arriesgaban a cruzarlo por un punto más estrecho.

Sin embargo, a lo largo de su orilla norte, la esterilidad de las aguas se ve compensada por una asombrosa plataforma continental en la que al menos cuatro grandes deltas de río descargaban millones de sedimentos ricos en nutrientes en el mar. Los pantanos de juncos y barro llenos de pájaros de la desembocadura del Danubio sostuvieron, hasta los tiempos modernos, una vida marítima rica y diversa. Los salmones acudían a desovar allí en gran número, y había centuriones del tamaño de ballenas pequeñas. Las aguas poco profundas frente a la costa eran ricas en pesca –anchoas, mújol, vernán y rodaballo-. Los peces del Danubio, del Dniéper, del Diéster y del Don confluían en el adyacente mar de Azov, en la esquina nororiental del mar Negro, y habían alimentado a Constantinopla durante un milenio; el caviar se consideraba una comida para pobres, y el bonito migratorio era tan crucial que aparecía en las monedas bizantinas. A lo largo de los golfos de los estuarios los peces eran salados, ahumados, metidos en barriles y enviados hacia el norte para sustentar a la mayor ciudad del mundo de finales de la Edad Media y principios de la Moderna. Cuando el viajero español Pedro Tafur llegó al mar Negro en el siglo XV, presenció cómo empaquetaban el caviar: “Y los huevos de aquellos pescados los ponen en toneles y los traen a vender por el mundo, en especial por la Grecia y la Turquía”. Más allá la tierra de las llanas estepas de Ucrania era el granero de Constantinopla… y una nueva entrada a otro mundo.

Para los europeos, las orillas del mar Negro eran la frontera de la civilización; las estepas situadas más allá eran el dominio de bárbaros nómadas, una región en que las distancias sólo estaban marcadas por los túmulos de los antiguos escitas, enterrados con sus esclavos, sus mujeres, sus caballos y su oro. Los primeros viajeros no sólo recibieron el golpe del implacable viento de las estepas y de su gélido frío, sino que el lugar les generó una profunda inquietud en el alma. “Había llegado ahora a un  nuevo mundo”, escribió el misionero flamenco Guillermo de Rubruquis, uno de los primeros viajeros occidentales en las estepas. Dos siglos más tarde Pero Tafur se espantó mucho más: las estepas le parecieron “tan fría en el invierno que las naos se hielan dentro del puerto. Tanta es la bestialidad y la deformación de esta gente que de buena voluntad yo abrí mano del deseo que tenía de ver adelante, y emprendí la vuelta a la Grecia”.

Pero era allí, en los asentamientos costeros que rodeaban el ominoso mar y circundados por la desolación de las estepas, donde los griegos se habían asentado en tiempos micénicos para comerciar con los nómadas. Hasta la caída de Constantinopla en 1204 (por la 4ta. Cruzada cristiana), los bizantinos mantuvieron el estrecho del Bósforo firmemente cerrado. El mar Negro aportaba el grano sin el cual la ciudad no podía sobrevivir, y los italianos tenían la entrada prohibida en él. Fue el saqueo de la ciudad en 1204 lo que abrió esa región. Los venecianos, ahora desencadenados, empezaron a adentrarse en el mar Mayor. El señor de la guerra Temuyín, Gengis Kan, consiguió unir a “los pueblos de la yurta” –belicosas tribus de las estepas de Mongolia- y formar con ellos una fuerza militar cohesionada con la que irrumpir haca el oeste por las grandes praderas de Eurasia. En treinta años los mongoles habían conquistado todo lo que habían encontrado en su paso, desde China hasta las llanuras de Hungría y las fronteras de Palestina. Tras la devastación –las muertes de millones de campesinos, el saqueo de Bagdad y de las grandes ciudades musulmanas del Éufrates, los incendios de Hérat, Moscú y Cracovia-, una extraordinaria época de paz descendió sobre el mundo de Eurasia. Los mongoles crearon un  mundo unificado que se extendía hasta 8.000 kilómetros al oeste de China; las viejas rutas de la seda volvieron a abrirse y en su recorrido crecieron nuevos puestos comerciales. Bajo la pax mongólica, los viajeros podían moverse hacia el horizonte azul sin miedo de ser asaltados por bandidos y a tener que pagar impuestos arbitrarios. Y los kanes mongoles deseaban establecer contacto con Occidente. En 1260, se abrió una autopista en el corazón de Asia que generó nuevas oportunidades de comercio intercontinental. Para los mercaderes de Europa ofrecía la tentadora posibilidad de eliminar a los intermediarios árabes y de ir a buscar los productos de lujo directamente al Lejano Oriente.

La estación final de estas rutas en Occidente era el mar Negro. Por tierra, caravanas de camellos se movía de caravasar en caravasar desde Asia central; por mar, las especias de Java y de las Molucas eran transportadas costeando la India hasta el golfo pérsico, y luego, por tierra hasta Trebisonda, en la costa meridional del mar Negro. De repente, se abrió una puerta que permanecería abierta un siglo. Por ella pasaron los mercaderes europeos más osados. Los Polo mayores, Matteo y Nicolo, partieron de Soldaia (asentamiento comercial de Venecia en el mar Negro) en 1260 con joyas para el Kan de la Horda Dorada en Sárai; veinte años después, Marco Polo seguiría sus pasos. Con la caída de Acre y la prohibición papal de comerciar con los musulmanes, el centro del comercio mundial se desplazó al mar Negro, que se convirtió en el eje de una serie de largas rutas mercantiles que regían los movimientos comerciales del Báltico hasta China, y también en el epicentro de la rivalidad comercial entre Venecia y Génova. Fue una oportunidad que enriquecería y arruinaría a la Europa medieval.

 

Extractado de Roger Crowley: Venecia Ciudad de Fortuna

Nota: en la figura de la cabecera puede observarse El imperio marítimo comercial de la República de Venecia

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