Algunos ensayistas intentan reunir dos prácticas que los historiados de la cultura escrita a menudo han tratado por separado, a saber, la lectura y la escritura. Es cierto que por mucho tiempo la lectura y la escritura se enseñaron como elementos bien diferenciados del currículo escolar, y también es cierto que hasta bien entrado el siglo XIX muchos lectores no sabían escribir. Pero los nuevos estudios de alfabetización ahora nos invitan a reagrupar estas piezas dispersas del rompecabezas. Los distintos modos en que las personas participan de la cultura de lo escrito, desde la lectura de un periódico hasta la escritura de una carta personal se pueden categorizar como “eventos de cultura escrita”, ya sea que involucren la lectura, la escritura o una combinación de ambas.
La lectura es un proceso creativo. El lector no es un receptáculo vacío o transparente sobre el que se imprime automáticamente la “huella” de lo que lee. Los lectores seleccionan, interpretan, reelaboran y reimaginan lo que leen; sus respuestas dictan mucho de ser uniformes. El principio de la autonomía del lector es fundamental para la historia de la lectura. En la metáfora del autor Michel de Certeau, el lector es un cazador furtivo. Los lectores en su condición de consumidores se esconden, por así decirlo, en el texto; son intrusos que entran agazapados a una propiedad ajena para satisfacer sus viles propósitos. La propiedad no es de ellos; el paisaje ha sido meticulosamente pintados por otras manos, pero sin ser detectados, logran tomar lo que necesitan –una liebre aquí, un zorzal allá o hasta un ciervo, si tienen suerte- y escapar sin dejar ninguna huella en la página. De este modo, el lector concreto insinúa sus propios significados y propósitos en el texto de otro. Cada lector tiene modos silenciosos e invisibles de subvertir el orden dominante de la cultura masificada. Los lectores no son pasivos ni dóciles; se apropian de los textos. Improvisan significados personales y establecen conexiones textuales inesperadas. A veces las élites y los publicistas parten de la premisa de que el público es moldeado por los productos de consumo que se le ofrecen. Sin embargo, la pasividad del consumidor es una falacia. Tal como sentenció de Certeau sin rodeo alguno: “Siempre es una buena idea recordar que no debemos tratar a las personas como idiotas”.
La lectura y la escritura no fueron procesos simultáneos –en definitiva, la expansión de la práctica de la escritura fue posterior al proceso de difusión de la lectura-. La escritura tenía su público y sus formas burocráticas: desde las inscripciones monumentales de la antigua Roma a los escritos de organizaciones gigantescas como la Iglesia Católica, el Imperio Español de Felipe II, la escritura siempre fue un instrumento clave de poder. Los escritos del poder siempre generaron temor entre las clases subordinadas, para quienes la escritura representaba el medio a través del cual los gobiernos registraban las tierras y posesiones, imponían tributos, organizaban el servicio militar obligatorio y administraban un sistema legal opresivo. Como la escritura era un atributo de las élites clericales, quienes no sabían leer ni escribir a veces le conferían poderes mágicos. Tal como lo describió Francisco López de Gómara, los indígenas del Caribe que transportaban los documentos de sus amos europeos los colgaban en lo alto de un poste, a prudencial distancia, porque estaban convencidos de que “encerraban algún espíritu y podían hablar, como habla una deidad a través de un hombre y no a través de un medio humano”.
Sin embargo, poco a poco los individuos fueron apropiándose de la escritura para satisfacer sus fines personales. La difusión de la tipografía cursiva, vulgarmente conocida como “escritura corrida”, facilitó usos más privados e informales de la tecnología de la escritura en la Europa medieval. En el período moderno, la escritura fue adoptada por cada segmento de la sociedad para una amplia gama de propósitos, a veces pragmáticos, a veces íntimos. Hasta para el campesino más humilde, la comunicación escrita era esencial en situaciones de crisis y momentos específicos. Tales situaciones se producían en épocas de grandes migraciones de personas o cuando s veían obligados a separarse de sus familias por la guerra o la cárcel. En particular, el siglo XIX fue testigo de una inmensa expansión de la actividad escritora en toos los niveles sociales.
En la historia de la escritura se destacan varios puntos de inflexión, y las revoluciones que se plantean en el libro ayudan a entenderla. Una de las primeras revoluciones fue la invención del códice (libro manuscrito anterior a la invención de la imprenta) cuyas ventajas permitieron poco a poco reemplazar la escritura en rollo. Otra fue la invención medieval de la lectura silenciosa como método normal de apropiación textual, que gradualmente ocupó el lugar de la lectura en tanto representación oral y actividad comunitaria. El tercer hito lo constituyó la invención de la imprenta, cuyo papel ha sido por demás sobrevalorado. El siglo XIX produjo la cuarta revolución en el ámbito de la lectura y de la escritura: fue testigo de la industrialización del libro y del advenimiento de la cultura literaria de circulación masiva. Por último, la aparición del texto computarizado nos trae al presente. La revolución cibernética ha demostrado ser más profunda que la invención de Gutenberg en el sentido de que cambió por completo la forma material del códice tal como prevaleció a lo largo de, por lo menos, 1.500 años.
Extractado de Martyn Lyons:
“ Una historia de la lectura y de la escritura en el mundo occidental”.